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ZAPATILLAS SANGRIENTAS

Estaba oficiando el velatorio de Miranda, cuando se me acercó Doña Pilar, la curandera del pueblo.

De edad ignota, la buena mujer es una institución. Ofició de comadrona, sanadora, confidente, tarotista, herbolaria, de todos los que la visitaban a escondidas en su humilde casita a la salida del pueblo.

_ ¿Cómo está, Doña Pilar? ¿En qué puedo ayudarla? ¿Quiere beber un cafecito conmigo, en la oficina?

_ Sí, mijo. Se lo voy a agradecer.

Ya con la taza en las manos la mujer comenzó a hablar.

_ Edgard: lo conozco desde que era un niñito.

“Reconozco a las personas que tienen el don. Usted, su ayudante, y su novia, lo poseen. Del tamaño de una enorme fogata. En mi caso, es solo una chispita, y traté de usarlo siempre para el bien. Creo, mijo, que esta vez, he pecado ante Dios…

Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas. Le extendí un pañuelito, esperando que cesara su tormenta emocional.

_ La señora Miranda empezó a visitarme muy a menudo: quería recuperar el amor de su esposo. Era de público conocimiento que Ernesto ya no la quería, y mantenía una amante joven. Se lo insinué. Ella lo sabía, pero insistía en que quería retomar el romance. Se culpaba a sí misma por la infidelidad de su esposo, y me pedía un embrujo, un amarre para deslumbrarlo y tenerlo nuevamente entre sus brazos.

“Me decía que era capaz de cualquier cosa para volver a sentir el afecto de Ernesto.

“Al notar que era un capricho, un autoengaño, le propuse darle un bebedizo, y le dije

que antes de tomarlo, tenía que mirarse al espejo, y decirse en voz alta todas sus cualidades y bellezas, tanto las físicas, como las interiores.

“Este método, mijo, me ha funcionado muchas veces: lo que les doy para tomar es

simplemente un té de perejil, limón y jengibre con miel serrana. Lo que importa, es que, al verse en el espejo, y redescubrir que son personas bellas, dignas de ser amadas y respetadas, deciden abandonar la infructuosa búsqueda de cariño por el lugar equivocado, fruto de la baja autoestima.

“Pero Miranda, al mirarse en el espejo, lo único que hacía era recordar lo bella que había sido en su juventud. Solo veía sus arrugas, canas, y sobrepeso, cayendo en la idea de que solo era su culpa el alejamiento de Ernesto.

“Me contuve de estallar, y decirle que Ernesto estaba más feo que todos los pecados del infierno, y que solo había conseguido a su joven amante por el dinero que tenía.

“En cambio, le dije que, en tanto y en cuanto ella no redescubriera su propia belleza, no sería libre de su pena: nadie nos amará si no lo hacemos nosotros mismos.

“Concluí indicándole seguir bebiendo el té, y descubrir su hermosura frente al espejo, sin pensar siquiera en el marido.

“Ella, sin decirme si cumpliría su palabra, me pidió que le diera mucho material para prepararse el té. Me compró, en realidad, una cantidad como para llenar una pileta olímpica con él.

“Se lo vendí, confiada en que practicaría el ejercicio de autoestima con la misma voluntad con que quería recuperar a su insensible y feo esposo.

“Lo que hizo Miranda, fue dejar de comer, para adelgazar y recuperar la figura.

“Lo único que consumía era el té de perejil, en cantidades nocivas.

“Al bajar abruptamente de peso, no solo se le notaban más las arrugas, sino que se vio el cuerpo flojo y blando. Eso la llevó a salir a correr varios kilómetros todas las mañanas, y se inscribió en un gimnasio.

“Ernesto, al verla tan desmejorada, le recomendó asistir al médico. Ella se sintió muy herida: en su obsesión, interpretó que todos los esfuerzos para recuperar su juventud, solo causaban repulsión en el hombre anhelado. Él solo estaba genuinamente afligido por el aspecto insano de su esposa, a la que, si bien había dejado de amar románticamente, la quería con el afecto de los años de convivencia en común.

“Antes de que Ernesto se decidiera a tomar medidas al respecto, Miranda vino a verme para pedirme más té.

“Cuando me negué, diciéndole que se estaba arruinando la salud, se enfureció, tratándome de ´vieja bruja embustera y egoísta´. Que justo ahora, que estaba por lograr recuperar a su hombre, yo le daba la espalda.

“Como vi que estaba desquiciada, le vendí el maldito té, sacándole la promesa de tomaría una consulta médica urgente.

“Al consentirla en su rabieta, relajó el semblante, jurándome que así lo haría, porque, con seguridad, Ernesto querría una segunda luna de miel con ella, y debería hacerse un chequeo antes de viajar.

“Al vele los ojos de enajenada, con un brillo febril enmarcado en ojeras violáceas, y el cuerpo como un globo desinflado por donde asomaban los huesos, me propuse romper mis códigos de confidencialidad con mis clientes, y hablar con el esposo, no bien se retirara ella de mi casa.

“Quiso la mala suerte que justo se lastimó un niño, y me vi obligada a auxiliarlo hasta la llegada de la ambulancia.

“Miranda se preparó su té, muy concentrado, y decidió hacer una maratón de punta a

punta del pueblo. Nada la detuvo. Sus pies le comenzaron a sangrar, pero ignoró el

dolor, y dejando una huella sangrienta, siguió corriendo como una loca, bajo la mirada

anonadada de la gente que la veía trotar a un ritmo demasiado veloz para una mujer

de su edad, que, encima, parecía un esqueleto horrendo, al haber dejado de comer.

“Colapsó. En plena corrida, su corazón sobre exigido reventó.

“Me culpo de no haberle buscado antes la ayuda que necesitaba: estaba enferma espiritualmente. Un psicólogo podría haberla auxiliado. Pero me dejé estar, y se murió corriendo, con los pies ensangrentados en un esfuerzo inútil y un sueño vano.

_ Pilar, no es culpa suya lo que ocurrió. En todo caso, el esposo debería haberse ocupado de ella: hablarle con sinceridad, ayudarla direccionándola con el profesional idóneo. Usted hizo todo lo que pudo.

_ No sé, Don Edgard. No voy a atender a nadie más. Me voy del pueblo. Lo único que le pido, de todo corazón, es que rece por el alma de Miranda. Yo también lo haré.

Al terminar el velorio, examiné nuevamente las zapatillas que se le habían sacado a Miranda, para velarla con un atavío formal.

No logré ocultar del todo la horrenda flacura esquelética de la pobre mujer, pero mejoré su semblante lo mejor posible.

Estaba mirando el calzado, cuando apareció el espectro de Miranda, puro hueso con pellejo arrugado, y una febril mirada de loca en sus ojos tristes.

_ Miranda: tú no eres esa errónea percepción que captaste en el espejo. No tienes la culpa de la infidelidad de tu esposo. Solo envejeciste, como todo el mundo. Créeme, Miranda, eres hermosa. Una gran persona. No mereces quedar atada a este plano por una obsesión hacia alguien que no te merecía. Tienes un temple de hierro, Miranda, fluye hacia la luz…


El horrendo esqueleto descarnado, se iluminó por un aura brillante. Sus ojos perdieron la mirada enloquecida, y su figura transmutó a la versión de una Miranda bella, que había reencontrado sus hermosas cualidades humanas.

Las zapatillas ensangrentadas se transformaron en zapatos de tacón blanco: los que había usado la mujer para su boda, el momento más feliz de su vida.

Con una sonrisa aliviada, ascendió Miranda hacia la luz, dejando atrás este mundo que valora el aspecto por sobre la esencia de todo.

Con un suspiro, llevé los zapatos de la desgraciada Cenicienta a un lugar dentro de mi colección, y proseguí con la preparación del cuerpo para su última morada.


Envejecer, mis amigos, parece ser un pecado. Lo curioso, es que, pese a que nadie está exento de vivirlo, mientras dura la juventud, se desprecia a la gente grande, como si fueran desechables.


Los invito a La Morgue, para que vean que hasta unas viejas zapatillas llenas de sangre, tienen el espíritu de tacones de fiesta, disponibles en los estantes de mi colección.

Los espero, como siempre…


Edgard, el coleccionista

@NMarmor






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