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UN CADÁVER OBSTINADO

Mi amada Aurora y mi querido asistente, Tristán, tenían una familia conocida en común, los Roldán.

Les llamaron pidiendo auxilio por una situación sumamente extraña que estaban viviendo, conociendo la relación conmigo, y mi no buscada fama de sabiduría sobre sucesos paranormales.

Don Severo, patriarca de la familia, bisabuelo y pilar, era un tipo duro y obstinado.

Había trabajado como una mula de carga casi desde niño, pero aún desde su humilde condición de sirviente, (por no decir, directamente, esclavo, de sus patrones), se caracterizó por asumir sin pestañear los más injustos castigos, solo para no dar la razón cuando no lo consideraba. Lo cual era casi siempre.

Para desesperación de sus padres, veían el cuerpo del niño cruzado a latigazos por contradecir a sus empleadores.

No me molesta trabajar hasta caerme de cansancio. Pero jamás le voy a dar la razón a quien no la tiene, ni voy a permitir que nadie me cambie la forma de pensar. Eso sería injusto. Soy honrado. Traigo todo el dinero a la casa. Cumplo con las órdenes que me dan. Pero no me van a hacer decir algo que yo no quiero ni siento.

La madre se asombraba con la verborragia de su retoño de doce años, que le peleaba a la pobreza a la par del padre. Y, también, de lo cabeza dura que era.

¡Hijito querido! ¡Eres muy bueno y noble! ¡El mejor de los niños! Entiendo lo que me dices, pero temo que un día te maten moliéndote a golpes, por no darle la razón a esos brutos desalmados…

No me voy a morir, mamá. No sufra. La muerte no puede llevarme. Tengo argumentos lógicos en su contra.

En ese punto la madre se mordía los labios, sin entender cómo le había salido un crío tan inteligente e imaginativo, pero, a la vez, con tan poco sentido común.

Cuando su padre consiguió por fin un trabajo que los sacó de la miseria, Severo retomó sus estudios, siempre con los tropiezos que trae no dar la razón y defender sus propias creencias a rajatabla, a cualquier costo.

Creció estableciéndose como un exitoso comerciante. Formó una linda familia.

En el pueblo, debido a su forma de ser, ya por todos conocida, y famosa, en vez de llamarle por su nombre, le decían “Don Obstinado”. Todos tenían alguna anécdota relacionada a la tozudez crónica de Severo, y la contaban con gran cariño, pues nadie ignoraba que era un hombre justo y bondadoso, usado más de una vez como juez informal en pleitos de terceros para dirimir a quién correspondía la razón, sin llegar a la justicia institucionalizada. Así se ahorraban disgustos, dinero, y no terminaban peleándose amigos y parientes.

El punto es que el añoso Severo, enfermó de gravedad, y, lamentablemente, según el veredicto del médico, era terminal.

Toda la familia se congregó para mimarlo y consentirlo en su propia casa: el doctor les había dicho que no valía la pena internarlo, y que pasara fuera de su entorno sus últimos días.

Cuando Natalia, su nieta, le tocó la puerta para alcanzarle el desayuno a la cama, la voz que la invitó a entrar era muy rara y ronca. Triste, sopesando este detalle como un síntoma más del deterioro del bisabuelo, pasó al cuarto, y se sobresaltó al ver el aspecto de Severo.

Aunque disimuló todo el tiempo, Natalia observó la palidez anormal del hombre, las manchas violáceas en el cuerpo, y se sobresaltó al besar su frente, absolutamente helada.

No se me enoje, abuelito, pero voy a llamar al doctor. No tiene usted buen semblante…

No se moleste, mija. Ya sé que no estoy como para que me contraten de galán en una tele novela, pero no vale la pena.

Por favor, abuelo. No le estoy discutiendo ni negando nada. Permítamelo, solo para darme gusto…

Con esta estrategia, la astuta Natalia evitó las controversias infinitas del viejo, y con la familia congregada, llegó el médico.

El hombre, luego de revisar a Severo, pidió que entraran los parientes al cuarto.

Lo que voy a decirles es lo más raro que me ha ocurrido en mi carrera como profesional de la salud.

Señor Roldán: por su falta de pulso y actividad cardíaca, lividez, y acumulación de sangre en la zona de la espalda, puedo deducir, pese a que usted se encuentra en uso de sus sentidos, que ha fallecido hace, aproximadamente, unas diez a doce horas…

El grito de horror y asombro de la familia fue acallado con la voz rasposa y desagradable de Severo.

¡Bueno! ¡Qué tanto escándalo por eso! Ya le dije, hace como ochenta años a mi madre, que la muerte no tiene derecho a llevarme. Yo soy dueño, por derecho de este cuerpo que habito, y no me sacará de él por las buenas.

En lo que a mí respecta, las cosas siguen como siempre. Si la tan mentada “Muerte” tiene un discurso lógico que refute lo que digo, que se presente ante mí, y me obligue, con argumentos válidos a abandonar el cuerpo que con tanto amor me dieron mis padres, y que usé todos estos años para trabajar honradamente y formar una familia hermosa.

Una tía, conmocionada, cayó redonda, desmayada.

De nada sirvieron los discursos de los eruditos del pueblo, diciéndole que era natural morirse, parte del ciclo que Dios había planeado para los seres humanos: él mismo había aceptado la partida de sus padres y amigos cuando les llegó la hora.

¿Saben lo que ocurre, estimados? No todo el mundo tiene la voluntad de luchar por sus derechos como yo. No le voy a regalar a nadie la razón si no la tiene. Soy un hombre justo.

Así desfilaba la gente por la habitación de Severo, cada uno con su argumento ensayado, y se iban derrotados por la obcecación de “Don Obstinado”.

Llegó un punto en que ya nadie quería intentar rebatirle nada a Severo, no porque se les hubiera acabado las ansias de ganar la discusión en nombre de la lógica y las leyes terrenales, sino porque el cadáver viviente empezaba a apestar horriblemente, y pese al esmero de la pobre familia, que tiraba perfumes e insecticidas, la habitación era un hervidero de moscas, olor pútrido, y gusanitos reptantes.

Fue entonces cuando Aurora y Tristán me pidieron que visitara a Severo.

Así lo hice. Me percaté de que lo conocía de vista, pero él sabía mucho de mí.

Su imagen era un horror.

La cara estaba cubierta de pústulas donde hervían gusanos. Los ojos, velados por una nube blanquecina, manaban un espeso líquido inmundo.

Pero esto era intrascendente, comparado al pútrido olor concentrado alrededor del obstinado hombre que se negaba a darle la razón a la muerte.

¡Vaya! ¡Veo que todavía hay quien se anima a intentar convencerme! ¡Pero claro! ¿No es usted el funerario? ¿Cómo no va a querer tener un “cliente” más?

Buenas tardes, señor Severo. En efecto. Soy el funerario, como bien dijo. Mi nombre es Edgard. Pero no he venido a hacer negocios. No necesito buscar “clientes”. Por leyes de la vida, ellos llegan solos a mi casa mortuoria. Tampoco quiero convencerlo de nada. Solo me mueve la curiosidad. Deseo hacerle una pregunta: ¿por qué se niega a darle sus derechos a la muerte?

Por una razón de justicia, caballero. Este cuerpo es mío. Me pertenece. Nadie en nombre de la muerte vino con un justificativo legal para que lo deba entregar.

Muy bien. Justicia. Le pregunto, entonces, ¿le parece justo lo que está viviendo su familia, en pos de su supuesta defensa de derechos? ¿No tienen ellos acaso, el derecho de seguir una vida normal, sin tolerar convivir con un cadáver putrefacto? Ellos quieren despedirlo con amor, y esto es un circo horroroso…

En lo que quedaban de las arrasadas facciones del muerto, se armó un gesto de asombro y dolor.

Señor funerario…

Edgard…

Disculpe, Edgard. He sido un egoísta. No he pensado en quienes más quiero, y por quienes luché toda mi existencia. Tiene usted la razón. Aunque me cueste horrores admitirlo, no todo es siempre cuestión de justicia. Es la primera vez que lo digo en mis años sobre esta tierra.

Hágame un favor, Edgard. En mi mesa de luz, al fondo del cajón, hay unos gemelos de oro con forma de balanza. Son mis favoritos. Dígale a los míos que los pongan en mi camisa del traje, y que, al concluir mi velatorio, queden en sus manos, porque simbolizan el último acto de justicia que no tuve la lucidez de vislumbrar, y usted supo hacerme ver…

No bien dijo esas palabras, se desplomó en la cama sin darme tiempo a réplicas.

Salí a informarle a la familia los resultados de mi tratativa, y se abrazaron llorando, tanto por la pérdida como por el final de la pesadilla, por partes iguales.

Así es como llegaron a mi colección los gemelos de oro con la forma de la famosa balanza de la justicia, que me llaman a la reflexión a la hora de tomar decisiones difíciles que pueden perjudicar a inocentes.

¿Tenemos los seres humanos el suficiente criterio como para determinar con certeza lo absoluto de lo justo?

Ustedes me lo dirán.

Los espero en La Morgue, como todas las semanas.

Edgard, el coleccionista

@NMarmor


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