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Piadosa

autor: Daniel Flores

El ultimó feligrés abandonó el inmenso barco de la iglesia. Tras su salida, el párroco clausuró los portones de madera. Luego, dio media vuelta y se retiró a sus aposentos. De entre las sombras del recinto emergió una silueta femenina, que se había ocultado en el confesionario. Llevaba un cirio encendido. Avanzó sigilosa hasta los pies de una virgen. La bella joven, de cabellera rubia, fijó la vista en la figura de madera. Observó con detenimiento el fino acabado de sus manos. Parecían casi vivas, adormecidas en un entrelazamiento benevolente, esperando que la suplicante iniciara sus ruegos. La chica sollozó quedamente. Apretó el cirio contra su pecho, al tiempo que agachaba la cabeza y comenzaba un rezo. Un quejido apenas audible estremeció a la fiel. Interrumpió la oración y se volteó, extendió el brazo derecho para que la luz de la vela iluminara los flancos cercanos. Más no había nadie. Pero el lamento, breve y entrecortado, seguía escuchándose. El corazón de la joven empezó a palpitar de prisa. Un sudor gélido ahogaba su cuerpo. Escudriñó la zona con los oídos, y de pronto, comprendió que el quejido provenía de arriba, un metro sobre su cabeza. Lentamente condujo la luz del cirio hasta que quedó iluminado el rostro de la virgen de madera. La joven mujer se horrorizó al descubrir que aquella figura no poseía cara, sólo un hueco oscuro debajo de la capucha del manto. Sin embargo, los quejidos habían cesado. La chica clavó la vista en la oquedad, en un vacío infinito. Sintió entonces una asquerosa soledad. Al menos, ella tenía familia, amigos, gente que la estimaba, pero, ¿aquella virgen de manto oscuro, que tenía? ¿Quién intercedía por ella? ¿Quién la acompañaba en esas jornadas solitarias? Peor aún, ¿por qué ni siquiera se habían tomado la molestia de tallarle un rostro hermoso, como el de las demás vírgenes? La chica sintió pena por la mujer de madera. Le regaló una sonrisa. Extendió su mano y tomó las manos entrelazadas de la piadosa. “Vendré cada día a verte”, le dijo. En respuesta, las manos entrelazadas comenzaron a moverse poco a poco, extendiendo los dedos, mismos que temblaban intensamente. La chica no sabía si reír o llorar. Estaba en presencia de un milagro. Volvió a alumbrar con el cirio la cara oscura de la virgen. No había nada. Iluminó entonces las manos, que ya se acercaban a sus mejillas sonrojadas. La fría madera rozó la piel blanquísima de la creyente, quien no dejaba de sonreír. La felicidad quedó cercenada cuando los dedos de la figura se clavaron en los pómulos de la chica. Un espantoso alarido golpeó las entrañas de la iglesia. En minutos, la luz eléctrica inundó el local. El párroco se aproximó hacia donde estaba el derrumbado cuerpo de espaldas de la joven. Se acercó a ésta y la volteó. Asqueado, contempló que la chica, en lugar de faz, tenía una masa sanguinolenta y deforme. Una gota de sangre cayó cerca de él, sobre el cirio aún encendido. Volvió la mirada hacia arriba. Ahí estaba la virgen de madera, con las manos entrelazadas, pero, en vez de un hueco oscuro debajo de la capucha del manto, estaba un jirón de piel blanquísima, que esbozaba una mueca triunfal y perversa, al tiempo que una carcajada maligna enloquecía los sentidos del prelado.





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