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Rigor Mortis

LOS OJOS DEL ODIO

Me tocó oficiar el velatorio de Eugenio, la mano derecha del gerente de la oficina donde trabajaba Romualdo.

Romualdo era empleado hacía ya quince años en la empresa.

Por algún motivo en particular, que nos es desconocido, pese a que Eugenio desplegaba con todo el personal la mayor dosis de antipatía y sequedad, parecía tener un especial motivo de disfrute mortificando a Romualdo.

_ Lo observo, Romualdo. Todo el tiempo. Y no puedo de dejar de notar lo inepto que es.

Siempre hacía sus odiosas observaciones en voz alta, para que todo el mundo lo escuchara, con el deseo de humillar al pobre hombre, que, sin abrir la boca, continuaba sumiso su labor, bajo la irritante mirada de su jefe, que se quedaba parado junto a él, observándolo solo para ponerlo nervioso, provocándole equívocos y errores insignificantes, que él magnificaba por maldad.

_ ¿Lo nota usted? Si bajo mi mirada, es usted tan torpe e inútil, ¿qué error garrafal cometería si no me viera obligado a observarlo constantemente?

Así aguantaba Romualdo sus amargas jornadas, hasta que el stress y los nervios le minaron la salud. La mano le comenzó a temblar y doler, fruto de la enfermedad laboral del túnel carpiano, potenciada por la carga de angustia del acoso de su jefe.

Le costaba muchísimo tipear los informes y movilizar el mousse adecuadamente, por lo que sus errores, eran ahora mucho más frecuentes.

_ ¡Es usted un inútil! ¡Demora el triple de tiempo que cualquier empleado en una tarea que podría hacer un niño de cinco años! ¿Acaso se olvida que estoy observándolo, que no me queda más remedio que mirarlo constantemente? ¡Torpe!

Romualdo acudió a un médico para aliviar la falencia de su mano. El facultativo le recomendó, dada la naturaleza de su problema, tomar una licencia, justificada por el origen de su enfermedad por la labor que desempeñaba. Ahora, no solo la mano estaba perjudicada, sino que el dolor y la contractura se le extendía por todo el brazo, cuello y hombro.

Mortificado por tener que recurrir a ese medio, ya que jamás había faltado un solo día a la empresa, presentó los certificados pertinentes.

Confiando en la justicia, no se ocupó de buscarse un abogado que lo asesorara.

Eugenio, al ser la mano derecha del gerente, le llenó la cabeza en contra de Romualdo, y consiguió robar los certificados.

Arguyendo faltas injustificadas, consiguió que le enviaran un telegrama de despido, sin derecho a indemnización.

Consternado, Romualdo llamó a la oficina. El encargado de recursos humanos se sobresaltó cuando Eugenio le arrancó de las manos el teléfono, al escuchar de quién procedía la llamada.

_ ¿Para qué molesta a la gente que trabaja, inútil? ¿Acaso no le advertí que lo estaba observando todo el tiempo? ¿Qué esperaba? ¿Qué me quedara de brazos cruzados mirando cómo un torpe estafaba a la empresa calentando una silla, cometiendo todo el tiempo desaciertos? ¿Sabe qué? ¡Lo seguiré observando! ¡Pero esta vez, siguiendo sus pasos, para que nunca más consiga trabajo en ningún lado, incompetente!

Romualdo no pensó en ese momento en buscar ayuda legal. Ni siquiera se le pasó por la cabeza hablar nuevamente con su médico, que no tendría ningún inconveniente en certificar debidamente los motivos de su licencia, y desdecir el equívoco de la empresa por el despido.

A Romualdo se le acumularon en el pecho unas hirvientes dagas de tantos silencios tras los agravios injustificados de su jefe.

Así que, con calma, tomó un cuchillo estrecho y filoso, lo guardó en el interior del saco, y se dirigió hasta su empresa.

El guardia no le puso ningún inconveniente para dejarlo pasar: Romualdo era un tipo amable y educado con todo el mundo, así que cuando le dijo que venía por un trámite ligado a su despido, le franqueó la entrada sin problemas, no sin antes decirle que lamentaba su desvinculación. Romualdo le palmeó afectuosamente la espalda, y le agradeció, prometiéndole una invitación a tomar unas copitas.

En vez de dirigirse a la oficina de recursos humanos, fue directo a su lugar de trabajo, y con una voz absolutamente calma y serena, encaró a un sorprendido Eugenio.

_ ¿Qué diablos hace usted acá, inútil? ¡Fue despedido por faltas injustificadas! ¡Sancionaré al guardia por permitirle entrar!

_ No, Eugenio. Usted no va a sancionar a nadie. ¿Y sabe qué? ¡Ya no me va “a observar” más!

Dicho esto, con un tono amable, casi jocoso, no le dio a su ex jefe tiempo de reaccionar.

Ante el estupor de todos, que habían observado con suma curiosidad la escena, Romualdo sacó su cuchillo, y tomando con la fuerza que ignoraba poseer, más aún con su afección que le mortificaba de dolor la mano y el brazo, la cabeza de Eugenio, le vació las cuencas oculares, terminando manualmente de arrancarle los dos ojos, esos que por tanto tiempo habían estado encima suyo.

Los agónicos gritos de Eugenio se sumaron a los de los horrorizados empleados.

La sangre salpicó a muchos, y más cuando Romualdo decidió terminar su obra acuchillando la cara, primero, y el abdomen después del otrora observador jefe.

La policía se llevó a un Romualdo toralmente calmado y sereno, sin oponer ninguna resistencia. Se llegó a la conclusión, avalado por las declaraciones del médico que lo había atendido anteriormente, de que había tenido un brote psicótico, y luego de una breve internación, fue liberado e indemnizado con una suma considerable por la empresa, que quería, a toda costa, evitar una demanda mayor, y el escándalo mediático.

Cuando estaba terminando el velorio, el espectro enojado, colérico de Eugenio, con los ojos apenas adheridos a las cuencas ensangrentadas, tenía toda la intención de seguir hostigando a Romualdo desde la ultratumba.

Fue en vano imponerle mis manos, conjuntamente a las de mi querido asistente, Tristán, pidiéndole que abandonara su furia y se liberara para alcanzar la luz.

Era tan grande la energía negativa de su odio, que de sus espectrales ojos lanzaba una enfermiza luminosidad que quemaba nuestra piel.

Agotados nuestros ruegos, e indignado por la persistencia de su maldad, me dirigí al féretro, y arruinando la labor reconstructiva que me llevó horas, para presentar el cadáver con un aspecto natural, volví a arrancarle los ojos.

El ente, desesperado, con un asqueroso líquido oscuro manando de sus cuencas, se fue derritiendo en un fétido charco, hasta esfumarse.

No me gustaría estar en el lugar espantoso en el que se encuentra ahora.

Obviamente, guardé los nefastos ojos en un frasco, y ahora observan desde los estantes de mi colección, coléricamente, cómo ya no pueden controlar para mortificar a más personas.

Creo que es la primera vez que me tocó intervenir en un conflicto laboral.

Avísenme si se sienten demasiado observados en sus trabajos. Creo que podría llegar a ayudarlos.

Los espero en La Morgue. Si quieren, me cuentan sus anécdotas de trabajo…

Edgard, el coleccionista

@NMarmor





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