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La muerte de Dalia

Hola, mis amigos.


Hoy quiero contarles de un suceso ocurrido con el fallecimiento de Dalia, una chica obesa, para la que hubo que fabricar con prisas un ataúd especial que acogiera su cuerpo.


Por su enfermedad, había sido marginada y discriminada toda su corta vida.

No tenía amistades. No conoció el amor.


Hasta su nombre, perdió, siendo reemplazado por el despectivo y burlista apodo de "La cerda".


Su familia la había sobreprotegido, y pese a que veían el problema de la niña, y la llevaban al médico para solucionarlo, por otro lado permitían que ella ahogara su tristeza con sobre ingestas de comida, ya que no sabían cómo consolarla de la tortura cotidiana de ser siempre el hazmerreír de la clase.


Ella se abstraía de la realidad con la lectura, que la llevaba a mundos distintos, y mataba la angustia comiendo a escondidas, con la culpa posterior que esto le causaba.


Su pobre organismo, en plena adolescencia, dijo basta.


En medio del velorio sus compañeros de curso disimuladamente se burlaban del tamaño del féretro.


Tuve que contenerme para no sacar de la sala a los irrespetuosos. No quería evidenciar la situación ante sus padres.


Cuando quedé a solas con Dalia, observé los finos rasgos de la pobre niña, perdidos entre la grasa.


Tenías un rostro hermoso, jovencita…


Mis palabras fueron como una invocación, ya que no bien las pronuncié, el espectro de quien nunca había escuchado un elogio a su belleza en vida, se me presentó, con el semblante más triste y desolado.


Había una súplica en sus ojos anegados. Puso sus manos a la altura del estómago.


Yo entendí.


Me acerqué a su cuerpo con un escalpelo, he hice una honda incisión en el abdomen.


Del profundo tajo, comenzó a salir un espeso humo oscuro, que se materializó en un terrorífico y gigantesco cerdo alado, negro, con ojos de fuego, que empezó a rugir con una mezcla espeluznante de furia y pena, mostrando unos colmillos que mordían salvajemente el aire.


Clavé mi mirada en la ígnea del monstruo, que me observó, sin cesar de emitir su grito sobrenatural.


Ya déjala, por favor. Es tiempo…


La figura me miró, luego al espectro de Dalia, y lanzando un último gemido gutural, estalló en cientas de mariposas de colores, que volaron alrededor de ella.


Dalia sonreía aliviada. Sus sueños atrapados y frustrados de toda la vida, eran libres, en una cromática poesía, despojados de su prisión de ira y tristeza.


La niña me miró, radiante, me saludó y sopló un beso. Luego se desvaneció en un haz de luz.


Todas las mariposas cayeron muertas, al piso.


Me tomé el trabajo de recogerlas con mucho cuidado. Más tarde, haría un mural, seleccionando cuidadosamente los colores de cada una.


Hoy adorna la sala de mi colección.


Les podría decir muchas cosas.


Hablarles sobre la discriminación, el daño que genera.


Pero solo les diré que saquen sus propias conclusiones.


Como yo hago, cada vez que miro las mariposas de sueños que nunca pudieron ser. Los saludo desde La Morgue, amigos, y los espero, ansioso, para contarles mis historias.


Recuerden a Dalia. Ése era su nombre.



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