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LA MUERTE BLANCA

El cuerpo de Amadeo llegó de una ambulancia judicial, ya listo para ser preparado para el velatorio.

El pobre joven, agobiado por la pobreza que diezmaba la calidad de vida de los menos favorecidos, viendo el hambre y las tribulaciones de su familia, había flaqueado, y arreglado un importe con los distribuidores locales de droga para transportar mercancía en un viaje por zonas muy controladas.

El tema es que después de tragar la variedad de basura introducida en píldoras resistentes a los ácidos gástricos, a mitad de su travesía, ya pronto a abordar un avión, una de las cápsulas que albergaba su vientre anormalmente hinchado se deshizo, y Amadeo pereció entre horribles dolores y convulsiones.

En los últimos momentos de vida, cuando los médicos que acudieron a salvarlo le indagaron si había ingerido algo en particular, en un flash de lucidez, guardó silencio, un silencio que le costó la vida por temor a que la delación de su delito derivara en represalias contra los suyos. Ante la extraña naturaleza del deceso, intervino la justicia. Luego de la autopsia que rebeló la causa de la muerte, más no la identidad de los traficantes, ya interrogada la familia, ignorante de la terrible maniobra del chico para llevar dinero al hogar, se decidieron, al fin, en entregar sus restos para los tristes protocolos de la muerte.

Mi querido ayudante, Tristán, me notificó:

—Señor Edgard: unos individuos insisten en verlo, aun cuando les dije que está usted muy ocupado. No son buena gente esos dos tipos. Creo que traen peligro, Edgard.

—Pues hazlos pasar a mi oficina, Tristán. Pero antes, deja ingresar a Cerbero. Mi perrito es muy astuto. No se hará notar, pero nos cuidará atentamente.

—Me quiero quedar con usted en la entrevista con los indeseables, Edgard.

—Me parece intuir la naturaleza de la visita de esta gente. Van a querer hablar a solas conmigo. Confía en mí.

De mala gana, Tristán siguió mis órdenes, y recibí en mi oficinita a los dos abominables narcos del pueblo, esplendiendo auras tan oscuras, que parecía haber ingresado las tinieblas a la estancia.

—Buenas tardes, señores. ¿En qué puedo ayudarles?

—No voy a andarme con rodeos, señor Edgard. Usted sabe que Amadeo murió sin cumplir un encargo particularmente rentable. Tuvo la dignidad de no traicionarnos, pero constituyó una pérdida de dinero y de prestigio en nuestra actividad. ´´Consideramos que quedó en deuda con nosotros, ya que perdió en manos de la ley una mercancía sumamente valiosa.

´´Voy al punto. Necesito que al terminar su velatorio, antes de cerrar el cajón, llene el féretro con las bolsas que traemos en los maletines.

´´Por tratativas que hemos realizado esta mañana con los parientes del chico, el cuerpo será enterrado en un cementerio bastante lejano, de donde, oportunamente, se retirará el material de la tumba.

´´Por supuesto, no le pedimos gratis el favor. No bien lo cumpla, recibirá una cuantiosa suma de dinero, que, por lo que tengo entendido, no le vendrá nada mal. Sabemos que no está en su mejor momento económico.

—No lo haré, señores. De ninguna manera. Ya hicieron ustedes demasiado daño. ´´Malograron la vida de un jovencito, deben haber aterrado a su familia para que consienta lo del cementerio alejado, y de ninguna manera seguiré profanando la memoria de Amadeo para que sigan distribuyendo veneno y enriqueciéndose con la desgracia ajena.

Los malvivientes sacaron de su cintura sendas armas, y me apuntaron al unísono. No sintieron el furtivo deslizarse de Cerbero, por la puerta que Tristán dejó apoyada, más no cerrada, ni vieron su postura atenta, preparado para atacar en cualquier momento.

—Se va a hacer lo que dijimos, Edgard. Si no es por las buenas, será por las malas. ´´Si usted se niega, lo mataremos a usted, a su ayudante, a la novia que tiene en las sierras, y a la familia de Amadeo. Y, de todos modos, aunque nos cueste un poco más de plata, el envío será entregado.

´´No será usted heroico, sino estúpido.

Levantaron las armas, y antes de que mi mastín se desplegara para atacarlos, y que yo les contestara con la indignación que carcomía mi pecho, un espectro blanco, de facciones horriblemente demacradas, y con un corte en el estómago de donde flotaban partículas que salían formando agujas plateadas, se interpuso entre los indeseables y mi persona.

Los sujetos, al ver a Amadeo con un horrible gesto de ira, mutilado con la autopsia, y sentir que las incorpóreas agujas blancas se le clavaban en la piel, soltaron del susto las armas, y encanecieron de puro horror en el acto.

Cerbero se lanzó sobre uno de ellos, mordiendo su brazo, pero el tipo no reaccionó, al igual que su compinche. Se habían quedados congelados de horror ante la aparición, como cegados por la blanca luz del espectro, y sus cerebros se desconectaron de la realidad, quedando catatónicos del espanto.

Sin prestarle mayor atención a los malvivientes, que yacían sentados en el suelo, como marionetas con los hilos cortados, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas en una mueca estupefacta y babeante, acaricié a mi querido perro, y me enfrenté al espíritu de Amadeo. Tenía un gesto de profundo dolor, y seguía soltando esas pequeñas y agudas dagas liberadas por el corte de su autopsia.

A mí no me afectaban en lo absoluto.

—Amadeo, muchacho: ya puedes marchar en paz. Nadie dañará a tu familia. “Perdónate el error de tratar con esa gente malvada. Lo hiciste porque quisiste ayudar a los tuyos, y tu juventud no te dio la sabiduría de entender la mala decisión. ´´Aunque jamás terminaremos con el flagelo de la muerte blanca, estos dos, al menos, ya no operarán en nuestro pueblo.

´´Te prometo que haré lo posible por ayudar a los tuyos.

El espíritu del joven relajó su semblante dolorido. Esbozó una sonrisa triste, me saludó, y dejó caer un puñado de aguzadas dagas plateadas al piso, antes de que se cerrara su herida, y se esfumara en una bruma blanca y polvorienta como la sustancia que lo había arrancado de la vida.

Tristán, que había observado toda la escena tras la puerta, ingresó sin decir una palabra, y palmeando la testa de Cerbero, que descansaba vigilando en vano a los dos mafiosos tirados como zombis canosos, se agachó a juntar los minúsculos dardos, que resplandecían de un blanco que molestaba a la vista, como recordando su dañina naturaleza.

Llamé luego al comisario Contreras, que tuvo el engorro de encontrar una respuesta lógica para el estado de incapacidad mental de los narcos.

Insinué que el susto de enfrentarse con Cerbero los había dejado lelos, además de ponerles el cabello blanco de espanto al unísono.

Después de todo, el aspecto de mi noble mastín, pese a ser tierno y juguetón como un niñito travieso, era terrorífico.

—No sé, don Edgard. De todos modos, usted está fuera de toda sospecha, y nadie se va a poner triste porque esos dos terminen sus días en un hospital mental. Ya veré como redacto el informe.

´´Le despejaré de inmediato la zona para que pueda oficiar la despedida del pobre Amadeo. El único mal paso que dio en su vida, lo condujo directo a la tumba…

Gracias a la celeridad del comisario, se pudo hacer el velatorio en el horario pactado. Organicé una colecta en la comunidad para su familia, y gracias a la solidaridad de la buena gente del pueblo, no solo se consiguió ayuda económica para ellos, sino también empleos.

Estoy orgulloso de mis vecinos.


Obviamente, las peculiares dagas delgadas como agujas, resplandecientes de cegador blanco, tienen un lugar en mi colección, lanzando el mensaje del daño que produce la droga, un veneno que afecta a la sociedad como un tumor maligno que no deja de crecer.


Los saludo, queridos amigos, invitándolos a pasarse por La Morgue, donde siempre son bienvenidos.

Y como he dicho más de una vez, de un modo u otro, terminarán llegándose por aquí…


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