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LA CAJITA DE MÚSICA

Me dio mucha pena cuando falleció mi viejo amigo Esteban, el empresario relojero del pueblo.

Lo conocía desde que, de niño, mis padres les llevaban sus viejos relojes para que él, con su gran pericia los reparara.


Venía sufriendo una larguísima enfermedad, y como había perdido a su amada esposa hacía varios años, y no había tenido hijos, lo rondaban una larga lista de parientes, como aves carroñeras, ansiosos de quedarse con su cuantiosa herencia.

Se disputaban cuidarlo en el hospital, para hacerse acreedores del lugar donde guardaba todos los títulos de propiedad y cuentas.



Esteban había dejado deslizar, casi como al pasar, que todos los documentos de sus bienes estaban resguardados en la cajita de música de su difunta mujer, pero cuando le preguntaban por su paradero, él fingía sentirse mal, y no recordar el lugar en que se encontraba.

No bien soltó su último aliento, sus sobrinos, cuñados, primos de hasta tercer grado, ingresaron a su casona, y la revisaron como una horda, sin respetar orden ni integridad de sus objetos personales.

Destriparon colchones, almohadas, rompieron cajones para verificar si tenían doble fondo. Despachurraron sillones y sillas de finísimos cueros y telas, insultando ante la ausencia de la cajita y peleando entre ellos como perros furiosos.

El día del velatorio, tanto Tristán como yo, vimos al espectro de Esteban observar a sus miserables parientes fingir una pena que no sentían, esperando la aparición de la cajita, o en su defecto, un testamento que los beneficiara.

Pese a la deleznable actitud, Esteban sonreía socarronamente, como divertido por un chiste personal. Cuando en un momento cruzó su mirada con las nuestras, puso su dedo sobre los labios sonrientes, y nos hizo una seña como para que esperáramos.

Muy asombrados, solo atinamos a asentir, y atender lo mejor posible a los desagradables deudos.

En un momento determinado, se escucharon los típicos acordes de una melodía de cajita musical, algo amortiguadas, provenientes del mismo féretro.

—¡Escuchen! ¡El viejo escondió la cajita en el ataúd!

Antes de que pudiéramos detener nada, y con los acordes de “Para Elisa”, los visitantes del velorio se lanzaron como perros buscando un hueso sobre el cajón mortuorio, en un espectáculo patético y vergonzoso.

Lo que ocurrió segundos después fue apoteótico.

No bien dejó de sonar la musiquita, el cadáver explotó, desde la zona abdominal, manchando de tripas, pedazos de órganos internos, sangre, y otros líquidos y sustancias varias a los codiciosos, que chillaban de asco, embadurnados en ese inmundo puré orgánico.

Lejos habían saltado las piezas, casi microscópicas, que el viejo relojero se había, vaya a saber cómo, tragado para lograr su última jugarreta antes de retirarse por completo de este mundo corrompido.

Solo un gran artista como él pudo lograr una bomba tan perfecta, pequeña y original.

Los asistentes se retiraron insultando con el vocabulario más grosero y ordinario, no esperable de gente que había llegado engalanada con ropa muy cara de diseño, aunque en ese momento chorreara una pasta espeluznante.

Cuando el rosario de insultos y gritos de repulsión estaba en su apogeo, el espectro de Esteban se sacudía de hilaridad. Nos miró, y unió las manos en un gesto de disculpa, para luego saludarnos, con una sonrisa, y elevarse mansamente hacia la luz.



No voy a negar que la grotesca broma póstuma de Esteban nos trajo bastante trajín, pero no pudimos evitar sonreír con Tristán, cuando luego de cumplimentar con la denuncia por la explosión, y seguir los protocolos legales del traslado de restos para el entierro, tuvimos que limpiar el desastre, recordando las caras de asco y desconcierto de los parientes avariciosos.

Entre estropajos y lejía estábamos, cuando me llegó un paquete entregado en mano por el abogado de Esteban.

Al abrir el empaque, vimos la famosa cajita musical que tanto estropicio había causado. Dentro de ella había una carta de puño y letra de Esteban, pidiéndome disculpas por las molestias que causó con su “broma”, dejando un dinero para subsanar cualquier gasto devenido de su accionar, y me contaba que hacía varios años que sus bienes pertenecían a fundaciones benéficas, a las que le había donado en vida.

Lo único que le había dejado a sus ávidos y codiciosos parientes fueron los objetos que, tal como él dedujo, destruyeron en busca de la cajita musical, una preciosa pieza de madera tallada, que reproducía “Para Elisa” al accionarla, y que hoy es parte de mi colección. La asocio con la bajeza de la avidez desmedida por los bienes materiales y la falta de escrúpulos para conseguirlos. Pero cuando recuerdo la explosión de tripas bañando a la concurrencia amuchada en el féretro, no puedo evitar reírme, valorando el sentido del humor como arma para combatir la estupidez.



Los saludo afectuosamente desde La Morgue, invitándolos a visitarme, y escuchar, si quieren, una vieja pieza musical.

@NMarmor


Edgard, el coleccionista


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