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HAY QUE CONVENCER AL MUERTO...

Doña Felicia, empleada doméstica por tres generaciones de una familia del pueblo, a quién mis padres y abuelos también conocieron con afecto, vino a verme pidiendo ayuda.

¿Cómo está, niño Edgard? Vengo a pedirle que me ayude con un asunto muy delicado…

¡Felicia! Estoy muy crecido para que me digas “niño”, pero sabes que estoy a tu disposición.

Pues yo te he cargado cuando eras un crío de teta… ¿Sabe lo que le ocurrió al niño Enrique?

Asentí. Enrique, de veinte años, había sido apuñalado para despojarlo de su teléfono móvil, y abandonado, con el cuchillo clavado en el abdomen. Cuando llegó la primera ambulancia, el pobre muchacho ya había fallecido desangrado.

¡Una desgracia, niño Edgard! Pero eso no fue lo peor. Los padres Felipe son ateos. Criaron al chico con la convicción de que al morir se acaba todo. Y él creció con terror a la muerte…

El asunto es que el cuerpo de mi niño todavía está en la morgue judicial, atrasando su despedida y entierro, como Dios manda.

La madre, Doña Juliana no me cree lo que le digo. Yo la entiendo: también la crie a ella. De grande se le pusieron esas ideas blasfemas de no creer en el Santísimo. Sé que con el dolor que carga, no escuchará a nadie, ¡alguien tiene que asistir a mi niño!

Felicia rompió a llorar. Le pasé un pañuelo, y la insté a continuar su relato.

Anoche, mientras yo rezaba por su alma inmortal, se me apareció mi Enriquito, niño Edgard. Se me estrujó el corazón. ¡No sabe que está muerto! Tiene clavado en la panza el cuchillo del desgraciado que lo mató.

Intenta pedir que lo salven, ignorando su fallecimiento, y no entiende por qué nadie lo ve ni lo escucha. Yo traté de calmar su dolor, pero no se convence, el pobrecito…

Si usted lo viera, niño, todo ensangrentado, aterrado e indefenso, tan solo…

La pobre mujer sollozaba amargamente.

Por favor, Felicia, me va a hacer llorar a mí. Vamos a solucionar todo. Se lo prometo.

De momento, vamos a tener que esperar a que nos llegue el cuerpo. Tengo un informe de que esta misma tarde nos lo enviarán.

Vaya a descansar, Felicia. Le espera una noche larga con el velatorio.

No juzgue a los padres por su falta de fe. Cada uno elige el camino por el cual transitar la existencia, y no todos son atinados…

Tal como esperaba, llegó la ambulancia con el cuerpo de Enrique.

No bien estuvo dentro de mi establecimiento, y mi querido asistente Tristán se aprontó a ayudarme, se materializó el espectro, sufriente, como lo había descripto Felicia: no podía estar más confundido, triste y asustado, intentando, infructuosamente, comunicarse, y sacarse el arma de la herida que no paraba de manar profusamente sangre fantasmal.

Imponiendo las manos hacia él, intentamos transmitirle la realidad del plano en que se encontraba, y darle nuestro apoyo, y el amor de todos sus seres queridos.

Tratamos de que visualizara a Felicia, orando por él, y buscando ayuda para su estado, y a sus padres desgarrados por la pérdida.

Y, sobre todo, intentamos convencerlo de que la existencia no concluye con la vida terrenal.

El joven abrió como platos sus ojos torturados de dolor.

Comenzaba a captar los conceptos que le transmitíamos con nuestra energía, con un gran esfuerzo por su reticencia.

De pronto, su gesto se distendió. El cuchillo se desprendió, cayendo con un sonido musical: se había transformado en cristal, brillando en el piso.

La horrible herida del abdomen se cerró, y el semblante del joven se distendió. Una tímida sonrisa se instaló en su rostro espectral.

Sacó de su bolsillo un objeto, que me entregó, y yo tomé sin mirarlo.

Con un saludo pacífico, nos despidió afectuosamente, con la beatitud de alguien a quien se le ha sacado un peso titánico de encima, y se elevó mansamente en un haz de luz hasta desaparecer.

Abrí el puño para ver lo que me había dado, y se lo enseñé a Tristán: era un collar de oro, con una cruz. No teníamos duda de que era un regalo que alguna vez recibió de Felicia, y que su última voluntad era que volviera a ella, confirmando que por fin había encontrado la paz.

Así se lo conté a la mujer, en un aparte, mientras le aseguraba que el alma de Enrique se hallaba en el plano indicado.

Ella, con lágrimas en los ojos, puso entre las frías manos de su “niño” el collarcito de oro, para despedirlo con todo su amor.

¡Gracias, niño Edgard! ¡Yo sabía que usted solucionaría este problema! ¿Sabe? Cuando yo cargo en brazos a un bebé, puedo ver un halo alrededor. Algunos son más o menos brillantes. El suyo era resplandeciente, como un sol…

Abracé a la mujer, emocionado, intentando calcular su edad, y la cantidad de criaturas que pasaron por sus amorosas manos, pero no podía entretenerme demasiado: tenía un velorio que oficiar.

El cuchillo de cristal se encuentra en mi colección, refractando la luz que ingresa en una forma hipnotizante, dándonos la pauta de todas las facetas que puede tener la realidad…

Los espero en La Morgue. No hago distingos entre ateos y creyentes. Son siempre bienvenidos: de todos modos, llegamos y partimos, sea cual fuere nuestro pensamiento, de la misma manera…


Edgard, el coleccionista

@NMarmor

Imagen de Pinterest





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