EL DIARIO DE LORENZO
Lorenzo era un muchacho muy peculiar, que tenía guardado un oscuro secreto.
De niño, tenía una costumbre insana, que había comenzado por insectos, hasta avanzar desde ratones, lauchas, a las grandes ratas de campo, fáciles de cazar en el pueblo.
Gustaba de desmembrarlas, sujetándolas con diversos artilugios que iba perfeccionando poco a poco, avanzando en el arte de hacer daño, tratando, en lo posible de mantenerlas vivas mientras procedía a quitarles partes y abrirlas, para observar con un insano aire extasiado el interior de los indefensos cuerpecillos.
Los chillidos que a cualquiera le hubieran descompuesto de espanto, a él le fascinaban.
Esta horrenda práctica llegó a su fin cuando su tío lo descubrió en un granero, y lo delató con sus padres, que, horrorizados, no podían creer cual era el macabro pasatiempo de su vástago de doce años, buen hijo, obediente, alumno ejemplar, y encantador en todo sentido.
Tuvieron una larguísima charla con él, que no terminó allí.
Le hicieron pasar por terapia psicológica, ya que pensaron que había algún trauma oculto tras esa malsana necesidad de hacer daño a escondidas a los animalitos.
El niño fingió estar de acuerdo, se mostró arrepentido, y enfrentó al psicólogo con la pericia suficiente como para que lo dieran de alta al poco tiempo de haber comenzado sus sesiones.
Siguió su vida como gran estudiante, e hijo disciplinado, por lo que sus padres decidieron dejar en el olvido el espantoso episodio y dar vuelta la hoja.
Pero Lorenzo solo reprimía con mucho empeño su deseo de seguir con las aborrecibles prácticas.
Ahora, lo que fantaseaba era llevarlas a cabo con otra clase de ejemplares. La idea de desmembrar niños daba vueltas por su cabeza de una forma obsesiva.
Se llamó a controlarse, prometiéndose que lo llevaría a cabo no bien consiguiera la infraestructura adecuada para cumplir su oscuro deseo.
Ya bien entrada la adolescencia, secuestró al primer niño. Lo torturó de manera horrenda, en el medio de un refugio que encontró en el rincón más apartado del bosquecito que había a la salida del pueblo, en una cabaña abandonada, que dotó de lo que necesitaba para concretar sus salvajadas.
Él mismo se había puesto a gritar a viva voz, como un poseso, durante horas, comprobando que no era escuchado.
Si alguien hubiera acudido, tenía pensado fingir dolor de estómago, y decir que se perdió, y que creía tener apendicitis.
Así que la pobre víctima chilló de espanto y dolor ante la tortura atroz a la que fue sometido, para mayor placer de su verdugo.
A pocos metros de la cabaña había un foso enorme, donde arrojó los restos de la criatura, donde vio que en poco tiempo una horda de ratas se introducía para darse un banquete con el pobre niñito muerto.
Lo interpretó, al haber desmembrado tantas de ellas, como una especie de justicia poética: no había daño en sus acciones, ya que la especie que una vez perjudicó, ahora se favorecía con su accionar.
Feliz, satisfecho, al menos por un tiempo, siguió su vida fingiendo ser un joven normal, estudiando, socializando y formando parte de su comunidad.
Ningún remordimiento nublaba su conciencia. Por el contrario: para dormir dulcemente, gustaba de evocar los momentos más terribles del calvario del niño asesinado cruelmente, para relajarse y descansar como un ángel. Y lo hacía, disfrutando de la lectura de un diario donde plasmaba, desde niño, detalle a detalle sus prácticas monstruosas.
Una chica comenzó a interesarle, y, por lo visto, era mutuo.
Gustaba de hablar con ella. Salían a tomar un helado, y hacían juntos las tareas escolares, bajo la aprobadora mirada de los padres de ambos, dependiendo en que casa las realizaran.
Entonces, otra vez la pulsión de desmembrar apareció en su mente de manera constante, encontrando más agradable imaginar destripar a la chica que acariciarla y besarla, lo que ya comenzaba a hacer, tímidamente, y respetando los límites que ella le ponía.
No podía usar a su noviecita para calmar su pulsión. Aunque tomara todos los recaudos, su cercanía con ella lo pondría en evidencia.
Así que organizó su plan con otra muchacha, una chica indigente de un pueblo vecino, a la que engatusó con un ardid, prometiéndole dinero si le ayudaba a vender un lote de cosas robadas que tenía escondidas en el bosque.
La muchacha, curtida en el hambre de vivir sin techo, y sin desconfiar de quien parecía un jovencito de buena familia en su primera travesura fuera de la ley, lo siguió a escondidas en la oscuridad.
Al entrar al interior de la cabaña, alumbrada con una lámpara de kerosene, todas las alarmas se le encendieron en el cerebro. Pese a la escasa luz, vio las manchas escasamente limpiadas de sangre, y el escenario de algo horrible. No había trazas de objetos robados para comerciar.
Así que cuando Lorenzo se le vino encima con la jeringa de droga para dormirla, con la práctica adquirida de su supervivencia en la calle, esquivó el pinchazo, y hábilmente le torció el brazo, arrancándosela de las manos, e inyectándosela a él.
Cómo se debatió unos segundos antes de soltarla, aferrándola con una fuerza brutal, ella le rasguño la cara y el cuello, antes de que Lorenzo se derrumbara con un gemido gutural.
La chica, al ver que no se rendía, ya que asió su tobillo férreamente, desesperada, tomó una barra de metal que encontró a mano y la descargó aterrada por la resistencia del tipo, que, si bien la había soltado, seguía gimiendo, con los ojos abiertos, dándole de pleno en la cabeza.
Vio en una rápida recorrida por el espacio interior de la cabaña, una camilla con esposas.
Si bien Lorenzo estaba atontado, seguía, inexplicablemente consiente, por lo que tomó una de ellas, esposándolo a una de las patas de la camilla, firmemente aferrada al piso, y salió huyendo de allí, temiendo que el loco consiguiera zafarse y la atrapara nuevamente.
Aunque estuvo desorientada, corriendo hasta sentir que le estallaba el corazón, consiguió salir del bosque, y fue asistida y llevada hasta un hospital, donde la policía le tomó testimonio.
Entre tanto, Lorenzo, semi desmayado, tironeaba con las pocas fuerzas que le quedaban, luego de la inyección soporífera y el golpe, sangrando profusamente por las heridas del rostro, cuello y cabeza.
Comenzó a sentir un bullicio lejano, ligeramente conocido, que se acercaba poco a poco, y que reconoció cuando vio entrar a la primera de la horda, olisqueando el aire cargado de hemático olor ferroso.
Eran ratas. Miles de ellas.
Se le arrojaron encima, excitadas por el aroma de la sangre, y comenzaron a mordisquearlo sin reparos, arrancando su carne sin piedad.
De nada le sirvió gritar, o intentar sacudirse de encima a sus atacantes: eran demasiadas, y tuvo una horrible agonía, mientras sus otrora víctimas de la infancia se lo devoraron vivo.
Cuando al fin la policía consiguió llegar con la confusa información aportada por la jovencita secuestrada, solo encontraron un roído esqueleto en la macabra cabaña, y en un precario escritorio, el diario que les aportó la información para dar con la identidad de los restos, y cerrar el caso del pobre niñito desaparecido hacía un tiempo.
Una vez que se cerró judicialmente el terrible episodio, los horrorizados padres de Lorenzo, en un principio se desmoronaron, y luego, tomaron una decisión que los salvó de volverse locos: adoptaron a la muchachita sin hogar que había intentado masacrar su hijo. Esa medida los salvó a los tres de terminar perdidos en un oscuro mar de desesperación.
El comisario Contreras, vino una tarde a contarme la historia, absolutamente horrorizado por las retorcidas facetas de las personalidades humanas: él conocía a Lorenzo, y no entendía qué le había llevado a sus enfermas pulsiones.
Me dejó de obsequio el diario de Lorenzo, donde se detallaban con precisión quirúrgica los tormentos infringidos por él, con embelesados detalles que descomponen el estómago más fuerte.
Y allí está, en los estantes de mi colección.
A veces, al abrirlo, parece escucharse un extraño eco, mezcla de gritos humanos y chillidos de ratas. Dura solo unos segundos, pero puedo asegurarles que pone los pelos de punta…
Si quieren comprobarlo ustedes mismos, vengan a visitarme a La Morgue.
Saben que conmigo, nada tienen que temer. Los espero…
Edgard, el coleccionista
@NMarmor
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