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Aprendiendo a estar muerta


Autora: Mirza Mendoza


Soy consciente de que acabo de morir por el descarrilamiento de un camión.


Saldo: mi columna y mis piernas destrozadas. De mi torso brota sangre y se amontona en la pista. Me levanto confundida. Verme tendida en el caliente asfalto me conmueve. No siento aquel calor en mi nuevo estado. La policía y la fiscalía levantan el garabato de mis carnes. Dejan regados los periódicos con los que me taparon los transeúntes. Observo detenidamente lo que sucede mientras me cuestiono muchas cosas.


Los mirones se van y el tránsito se restaura. Creo que debo ir a casa. Lástima que no recuerde cómo hacerlo. Hago memoria y nada. Sé mi nombre y el de mis padres y el de mis hijos. Incluso sé que estoy en Los Olivos, sin embargo, la imagen de mi casa no la tengo presente. Un grupo de otras almas pasa por mi lado. Me miran de reojo y siguen su camino.

Quiero hablarles, pero tengo miedo. Sí, miedo de ellos. Empiezo a caminar para ver si recuerdo dónde habitaba. De un momento a otro, amanece. ¿El tiempo transcurre diferente cuando se está muerta?


La ciudad se llena de carros y peatones. No hay otros muertos cerca. En mi nuevo estado no sé qué esperar. Encuentro un puesto de periódicos. Una viejecilla atiende y al lado de ella está quien, en vida, supongo fue su esposo. Él me observa con atención. Veo la carátula de un diario: «Accidente vehicular en Los Olivos deja un frío» Noto que es un medio amarillista y que la noticia habla de mí. Leo las letras pequeñas debajo del titular. «Sus restos serán velados en su casa de Miraflores» ¿En Miraflores? Entonces ahí vivo o mejor dicho vivía. Busco el paradero más cercano. Espero tener la misma suerte que tuve al ser atropellada por un camión al que se le vaciaron los frenos y encontrar un transporte que me lleve a casa. No espero mucho; un señor pregunta a un taxista por una carrera a Miraflores.

Él regatea hasta el punto de casi enojarse; hasta que por fin sube y yo tras él. En pleno día caluroso el taxista se queja del frío. «Seguro que traigo un muerto encima» comenta el pasajero y ambos ríen.


En el transcurso del viaje, tengo visiones borrosas de lo que fue mi vida. Es una gran mentira eso del túnel de luz y de la paz infinita que dicen sintieron los que regresaron del más allá.

Por la radio del vehículo, el locutor anuncia las noticias. Habla sobre mi accidente y un robo en Ventanilla; también sobre la subida del dólar. Al parecer soy famosa. El pasajero le pide al chófer que lo deje en frente de una casa de tres pisos. Se me hace conocida. Bajamos del auto. Se acerca al lugar con llaves en mano. Abre y salen unos perros que me miran y ladran. Recuerdo sus nombres, cuando estaba viva los odiaba mucho. Son de mi vecino. ¿Cómo es que recién pude reconocerlo?


Me retiro para buscar mi casa. Camino hasta que encuentro al guachimán. Está cabizbajo dando su ronda. Lo acompaño por las calles del vecindario. Se saca el gorro y lo pone sobre el pecho frente a una casa. Intento pasar las paredes o la puerta para entrar y no puedo.

Reniego por la complicada física del universo y me siento engañada por aquellas series, películas y libros que tratan de fantasmas que pueden traspasar todo tipo de objetos. El vigilante saluda a una señora mientras ella toca la puerta. Le abren casi de inmediato, como si la estuvieran esperando. Entro con ella. Adentro, hay un ataúd y mis hijos lloran alrededor de él. La imagen rompe mi corazón. La señora canosa los abraza. «¡Abuelita!» gritan al unísono. La observo y me doy cuenta de que es mi madre. Ha llegado sin papá.

Entristezco. Me acerco al ataúd para verme, y me da pena admirarme por segunda vez desde el accidente. Estoy pálida y con semblante molesto. Me han vestido de blanco, llevo mi collar de perlas favorito. Me siento. Con las manos en la cabeza, lloro por mi propia partida. ¿Qué harán ellos sin mí y, sobre todo, que haré yo sin ellos? El pecho me quema y las lágrimas inexistentes caen. Suena el timbre y mi hijo, el menor, corre para abrir. Entra mi padre. Usa un bastón nuevo, recuerdo que me lo había comentado por teléfono un día antes de mi fallecimiento. Las lagunas mentales las atribuyo a que ya no tengo un cerebro en dónde reposen los recuerdos. Sale mi esposo de la cocina con vasos descartables vacíos.


Mi tía Enriqueta va detrás de él con la jarra de café casi hirviendo. Él teme derramar líquidos calientes. En el velorio del tío Remorio hizo lo mismo: se paseó por toda la sala con vasos vacíos en la mano. Veo su rostro desencajado y sus movimientos torpes. Él no estaba preparado para mi muerte. Nadie está preparado para morir.


Llegan personas que no reconozco y traen arreglos florales. Llegan las amigas de mi madre, todas ellas con velos y apretando sus rosarios. Rezan por mi alma. Me elevo y empiezo a gritar, aunque nadie me escuche: «¡No quiero dejarlos solos! ¡No me quiero ir! No me quiero ir…» Dejo de elevarme. Antes de tocar el techo caigo. Me alegro en parte por no irme todavía. Me incorporo mientras maldigo la existencia de la vida. Observo a mis hijos.

Quiero verlos crecer, quiero que tomen mi mano, pero es imposible. Tampoco puedo darle palabras de consuelo a mi familia. La muerte y su halo de invisibilidad nos separa. No sé si vagaré por mucho o poco tiempo al lado de ellos.

Muy a mi pesar debo aprender a estar muerta.




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