Victoria en sala de espera
El sol aguado escurre por la ventana. Es probable que esta mañana tampoco salga a caminar ni tomar aire. Soy prisionera de mi propio cuerpo. Perdí toda autonomía sobre él cuando ella desapareció. Lo que no soporto es el aroma a orines secos dentro de la habitación. Las moscas golpean las ventanas para poder entrar. A veces me imagino que rompen las ventanas y me devoran las piernas que comienzan a tullirse de tanto tiempo en la cama. Mi cuerpo se descompone y yo sólo puedo abrir los ojos para ver cómo es que esto sucede. ¿Habrá leído mi diario?
Apenas puedo recordar lo que sucedió, llegamos a casa de Eloísa, su nueva editora. Negociaban el contrato de la nueva publicación. En las escaleras muy cercanas a sala se escucharon pasos ligeros que descendían.
--¿Quién es?
--No pongas atención.
Caminó hasta llegar a las escaleras. El corazón latía con fuerza. ¿Quién podría ser? Me pregunté. La pasión nos hace actuar de manera ridícula. Se sostuvo de la pared, la garganta se nos cerró y comenzamos a caer. Esa voz me era conocida.
--Eloísa… ven…
Pasos, la sirena de una ambulancia y la voz de Eloísa.
--No firmó el contrato…
En el hospital recibió unas flores. “Que mejores”… Las luces neón blancas, blanquísimas golpeaban mi ojos, el dolor era mío. Ella se ausentaba en esos momentos. Cuando Eloísa fue a visitarme pidió que firmara el contrato. Por cualquier emergencia, que puedas pagar tus gastos… Firmé porque en cuanto ella supiera que lo hice algo pasaría, quizá abandonaría mi cuerpo. Cosa que hizo dejándome inútil.
Tocan a la puerta.
--¡Victoria! ¡Victoria!
Es la voz de ese hombre. Intento grita. ¡Aquí! ¡Aquí! Pero la voz se queda en la garganta echa nudo. Escucho el auto alejarse. La luna se asoma. Hace frío. Señora V, regresa, te necesito.