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La bala del odio

Hola, mis queridos amigos.


Quiero contarles la historia de Baltasar, cuyo velatorio oficié.


Él había quedado postrado en silla de ruedas en unas circunstancias muy trágicas.


Cuando joven, se enamoró de Diana, la hija de Lucio, el sujeto más rico y malvado del pueblo.


Al ser un humilde trabajador de la construcción, sus honestas intenciones fueron despreciadas por el poderoso empresario. Quería para su heredera un hombre encumbrado, de buena posición.


Los enamorados decidieron huir a escondidas. Lucio, quien tenía vigilados a ambos con sus esbirros, persiguió a Baltasar la noche en que planeaba buscar a Diana para escapar, y le pegó un tiro en la espalda.


No tuvo repercusiones con la justicia, con la excusa de afirmar que creyó que un merodeador intentaba robar la casa, y con el peso de sus influencias.


Baltasar quedó atado a la silla de por vida. Los médicos le salvaron la vida, pero no caminaría nunca más. No pudieron sacarle la bala, por el riesgo de provocar mayores daños.


Lucio decidió que era buen momento de trasladarse a la ciudad. No quería que su hija corriera a los brazos del insolente que había osado desobedecer su voluntad. Allí encontraría al candidato adecuado como yerno.


Pero Diana, destrozada por la separación, recluida en su cuarto, se dejó morir de la tristeza, negándose a ingerir alimentos y beber.


Lucio, loco de pesar e ira, corrió hasta el pueblo, con intención de ultimar a Baltasar, declarándolo culpable de la desgracia, pero murió al chocar el auto que conducía en una maniobra imprudente.


Baltasar sobrevivió muchos años en una bruma de nostalgia por su amor malogrado, con una mísera pensión, cuidado por su madre hasta que falleció.


Envejeció con una amargura que lo fue marchitando de a poco, hasta que la muerte lo sorprendió con una palabra saliendo de su boca, como una plegaria de despedida:


Diana...


Cuando terminó el velorio, se me presentó el espíritu de Baltasar. Se le veía viejo, vencido, y muy triste.


Cerca de él, se materializaron Lucio y Diana. El primero, miraba colérico al pobre Baltasar, y le impedía a su hija acercarse a él.


Yo tragué saliva. Me di vuelta, y sin duda alguna, busqué el material quirúrgico para hacer lo que tenía en mente.


Saqué el cuerpo del féretro, y lo coloqué en la camilla de la sala de preparación, de espaldas.


Busqué la cicatriz del disparo. Hice la incisión. Intenté, al localizarla, retirar la bala, que se resistía en forma increíble para salir.


Haciendo muchísima fuerza, conseguí desprenderla, descubriendo el motivo que me impedía sacarla: le habían crecido unos largos tentáculos negros, llenos de espinas, que se retorcían como serpientes malignas.


Sólo un roce de esos apéndices de odio me quemó como ácido, con la pérfida baba que chorreaba.


Apresando bien fuerte con las pinzas con que la sostenía, ya que se sacudía horriblemente, logré depositarla en un frasco, que cerré, luego de llenarlo de formol.


Baltasar sonrió, y se le borraron las huellas de la vejez.


Había extraído la impronta del odio que lo subyugó durante años.


Lucio perdió fuerza en los brazos espectrales con que apresaba a su hija, mientras observaba con asombro que se desvanecía en una sucia niebla gris, con una furia demencial, mientras se borraba de este plano.


Diana se acercó a Baltasar. Se tomaron, felices, de la mano. Me sonrieron con una mansa paz, y estallaron en bellísimas chispas de luz brillante.


La bala llena de tentáculos, aún los agita, temblando de odio desde el frasco, en el estante de mi colección.


La intensidad del sentimiento oscuro tenía una energía maligna que lo seguía animando a través del tiempo.


Amor y odio: fuerzas opuestas que rigen este universo, equilibrando el cosmos.


¿Será posible que alguna vez gane la primera?


¿Qué opinan ustedes, mis amigos? ¿Es factible frenar los tentáculos del odio con la pureza del bien?


Los espero para leer sus opiniones.



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