UNA PEQUEÑA CAJA NEGRA
Mi amada Aurora acompañó a su amiga Serena a ver una propiedad para comprar, casi a las afueras del pueblo.
La casita era preciosa, con un gran terreno.
—No compres esta casa, Serena.
—¡Pero es bellísima! Y el precio es un verdadero regalo…
—Es que percibo una mala y extraña energía. Algo muy feo ha ocurrido en este lugar…
—Me parece, Aurora, que ningún sitio está libre de hechos desagradables. Quiero aprovechar la oferta. Nunca tendré una oportunidad igual de adquirir semejante inmueble. Yo le pondré alegría y bienestar a este lugar.
Serena terminó comprando la casa. Realmente parecía que era un sueño, a medida que la acondicionaba y decoraba a su gusto.
Cuando terminó de arreglarla por dentro, se dedicó al jardín.
Comenzó por el sitio que vio más descuidado, en una esquina del terreno.
Montones de piedras y malezas moraban ese espacio.
Con paciencia levantó las pesadas piedras, colocándolas en una carretilla. Las reutilizaría luego para delimitar los macizos de flores que pensaba plantar.
Luego de trabajar arduamente, con la espalda adolorida, no quiso interrumpir su jornada, y trajo la Santa Rita, de flores violáceas que colocaría allí con una guía para que trepara.
Dispuso sus últimos esfuerzos al clavar la pala en el terreno seco y duro.
Comenzó a sentirse mareada, y algo nauseosa. Lo atribuyó a su falta de ejercicio en contrapunto con la gran actividad física.
Con grandes dificultades consiguió hacer un hoyo, hasta que la pala chocó con un objeto, haciendo un desagradable sonido, y dándole un doloroso tirón en el hombro.
Luego de insultar, deduciendo que se había topado con alguna piedra de gran tamaño.
Como un perro buscando un hueso, se puso a escarbar la tierra, disgustada, con sus propias manos.
Se sorprendió bastante al sentir un objeto liso, que logró ver al arrastrar tierra de su superficie.
Parecía una especie de caja negra de madera.
Olvidada de las flores, la Santa Rita y la jardinería, su curiosidad la dispuso para retirar el extraño objeto, rescatando, a los tirones, una cajita oblonga oscura.
La apoyó en el piso, y acuchillada, la abrió.
Las bisagras y cerraduras saltaron, casi deshechas con el óxido del tiempo.
Se quedó sin aire al ver que en el interior yacía el cuerpecillo momificado de un neonato o un feto grande.
Estaba vestido, con la ropa enmohecida, casi desintegrada.
Algo brillaba en el cuello de la niñita, deduciendo su género por la desvaída vestimenta, prácticamente en jirones.
Era una cadena de oro, demasiado grande para un bebé, con un dije en forma de lágrima, del mismo metal noble, que tenía un nombre grabado: “Serena”.
Nuevamente el mareo le oscureció la visión.
Respiró profundo, para espantar los puntos de luz que flotaban como moscas frente a sus ojos.
“Es una simple casualidad”, pensó.
Al intentar retirar la cadenita, quebró involuntariamente el cuello del pequeño cadáver, provocando un crujido que le aceleró el corazón, y le revolvió el estómago.
Se concentró en respirar rítmicamente, reteniendo el aire unos segundos, y soltándolo lento.
Ya más tranquila, limpió el collar, y por un extraño impulso que no supo descifrar, se lo puso, mientras, con la sensación de estar dentro de un sueño, cavilaba qué hacer con su descubrimiento.
El mareo se acentuó.
Decidió que era momento de descansar: no iba a correr el riesgo de caer desmayada allí.
Entró el minúsculo féretro, y lo dejó en la mesa de su sala.
Luego se acostó, entregándose a un estado de duermevela febril.
Soñó con una mujer pariendo, sola, indefensa.
Tenía el cuerpo sudoroso surcado por marcas de golpes y laceraciones. Se hallaba en un camastro en el sótano de esa casa.
Cuándo por fin logró parir su criatura, exhausta, se abocó al bebé, que no daba señales de vida.
Por más que lo masajeó, y le dio golpecitos en el pecho, y despejó sus vías respiratorias, la niñita no respiraba. Había nacido muerta.
A la muchacha se le endurecieron los adoloridos rasgos de amargura.
Olvidándose de su dolor, chorreando sangre y fluidos, se levantó de su improvisado lugar de parto, y se ocupó de limpiar el cuerpecillo inerte y vestirlo.
Se sacó el collar que colgaba de su cuello, y se lo puso a la niñita.
Subió las escaleras de la casa, donde un maléfico hombre la miró, colérico.
—¿Qué obtuviste del fruto de tu pecado?
—Nació muerta, papá. Ya no tendrás que encerrarme más.
—Dios castiga así a los pecadores. Es tu culpa lo ocurrido. Dámela, y ve a vestirte, que la enterraremos en forma cristiana. ¡Estás llamando al demonio con tu cuerpo!
La joven pareció percatarse en ese momento de su desnudez, y pese a los tremendos dolores que la atravesaban, físicos y espirituales, corrió a lavarse y ponerse ropa, luego de entregarle el cuerpecillo inerte.
Al salir de su cuarto, el hombre la esperaba con una caja negra de madera.
Tenía una pala en sus manos toscas.
—Acompáñame. Quiero que me veas cavar la tumba.
La pobre chica obedeció, con una pena pesándole en el pecho como una lápida.
—Arrodíllate y reza, mientras yo lavo tus pecados.
Así lo hizo. Contempló al viejo cavar, confeccionar una cruz con dos estacas de una cerca, rezar unos salmos de una biblia que lo acompañaba todo el tiempo, colgando de un morral para ese fin, y luego tapar con tierra la pequeña tumba, clavando en ella la cruz.
—Ni siquiera tenía nombre— dijo la chica, mientras ardientes lágrimas manaban de sus ojos colmados de tristeza.
—No se merecía un nombre, ni a ti nombrarla. El fruto del pecado debe ser borrado de la memoria.
—¡Yo no he pecado! ¡Tú me violaste, papá! ¡Tú eres el pecador!
—¡Está hablando el diablo a través de tu boca, miserable! ¡Me incitaste con tus demoníacos trucos femeninos, dictados por el maligno, y encima te atreves a acusarme!
¡Te voy a dar una buena zurra, engendro del mal!
Con un grito enloquecido, la chica arrancó la cruz de la tierra y se la clavó al hombre en el pecho, que la miró asombrado, con la boca abierta, mientras su sangre regaba la tierra.
Unos segundos le sostuvo la mirada llena de odio, y luego cayó desplomado.
En ese punto, Serena despertó de su vívida pesadilla, ardiendo de fiebre.
Apenas tuvo fuerza para tomar el teléfono y llamar a Aurora, que se apersonó en minutos.
Ella la atendió y logró bajarle la temperatura.
Luego de escuchar la historia de su amiga, le dijo:
—Quítate el collar. Está cargado con la tristeza de la tragedia de este sitio.
Voy a llamar a Edgard, mi novio, y al comisario Contreras. Resolveremos esto.
Cuando llegué, Aurora me puso al tanto, mostrándome la caja y su contenido.
Unos instantes después llegó el comisario.
—Es una historia muy vieja, señorita. Había creído que era un cuento de viejas.
Se dice que acá vivió un viudo con su hija.
Era un fundamentalista religioso, que no le permitía a la chica interactuar socialmente con nadie. Para él, todo tenía una impronta malvada, o era tentación del diablo. Así que la pobre joven pasaba sus días encerrada.
Se dice que un proveedor se acercó a la casa, y encontró junto a un montículo de piedras al hombre, con una cruz de madera clavada en el pecho, en avanzado estado de descomposición.
A la muchacha no se la volvió a ver jamás…
De esta criatura, pues, nunca nadie dijo nada.
—Si estás de acuerdo, Serena, y el comisario lo permite, sugiero que volvamos a enterrarla, para no reabrir una investigación infructuosa…
—Está bien.
Como el comisario asintió también, pusimos nuevamente la cajita en el hoyo, y la cubrimos de tierra.
Ya caían las sombras del anochecer. No bien di la última palada, dos espectros se materializaron frente a nosotros. Serena palideció, y sus piernas le temblaban.
El comisario quedó paralizado.
Con Aurora extendimos nuestras manos hacia la aparición de la muchacha, con la cara de aflicción más infinita, y al hombre de mirada colérica que nos mostraba los dientes como un perro rabioso, con una cruz de madera clavada en su pecho. En vez de manar sangre de la herida, salían gusanos negros.
Por las energías que desprendían, pudimos captar lo que ataban al plano terrenal a los espíritus sufrientes.
La muchacha se sentía culpable de haber enterrado a su hija sin darle un nombre.
El viejo, que no paraba de hacer gestos horribles y amenazantes, regando gusanos oscuros por su herida, solo estaba retenido por su odio ciego, su sed de venganza y su perversión, disfrazadas de religiosidad.
—Descansa en paz, Serena. Hazme saber el nombre de tu niña…
—¡Aurora! ¡Se llama como yo, Edgard!
—Yo le hare una bonita cruz nueva, con su nombre grabado— dijo con un hilo de voz la Serena terrenal. —Puedes marcharte tranquila…
Pero el hombre solo quería seguir haciendo daño, e impedía con su maligna energía el ascenso de la muchacha.
Rezamos juntos con Aurora, resistiendo la malvada vibración del espectro, hasta que ella le gritó:
—¡Eres un ente degenerado y perverso! ¡Vete ya al infierno, donde te esperan con los brazos abiertos!
La indignación en la voz de Aurora pareció confundir al ser, que empezó a ser devorado por los gusanos negros que salían de la herida de su cruz, mientras él gesticulaba horriblemente.
Se sintió un sonido como de succión, y el espíritu del viejo se esfumó en un punto oscuro, que desapareció al instante.
La muchacha, con un gesto de alivio, nos saludó y se elevó mansamente, volviéndose una bruma de luz en el anochecer.
—Ya mismo me pondré a hacer la cruz para la pequeña Aurora. Soy buena para las artesanías, y sé que ahora la casa será un lugar sano para vivir. Plantaré la Santa Rita en otro lugar.
Llévense, por favor, el collar. Aunque sea de oro, y lleve mi nombre, no me atrevo a volver a ponérmelo…
Así es como el collarcito se luce en los estantes de mi colección. A veces, el dije en forma de gota vibra con un sonido cristalino. Generalmente ocurre cuando nace un bebé en el pueblo.
A mí, en particular, me recuerda que, entre la religión y la espiritualidad existe una enorme diferencia…
Vengan a visitarme a La Morgue. Estaré encantado de recibirlos…
Edgard, el coleccionista
@NMarmor
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