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Edgar, el coleccionista

Una bolsa de monedas

Tanto Navidad como año nuevo son fechas con muchos decesos.

En el caso en particular que voy a contarles, el fallecido pereció en vísperas del cambio de año, donde quería aprovechar, además, para celebrar su retiro, muy postergado, luego de demasiado tiempo dedicado a una obsesión por el trabajo.


Marcos era un hombre de familia, a la que quería brindarle lo mejor que podía, al haber sufrido una infancia de pobreza. Su empeño por progresar lo llevó a esforzarse fuera de su hogar muchas horas. Para hacer crecer el patrimonio económico, se perdió los mejores momentos del crecimiento de sus hijos, y compartir con su esposa conversaciones y vivencias que postergaba: siempre pensaba que llegaría la ocasión oportuna para compensar esas carencias, reemplazadas, a su criterio, por la bonanza económica que les brindaba. Así fue que, por prolongadas reuniones de trabajo, no vivió los primeros pasos y palabras de sus niños, sus actos escolares, eventos deportivos, jugar con ellos, conocer sus gustos y sueños.

En cuanto a Dora, su esposa, a la que al igual que a sus chicos, agasajaba con posesiones materiales, que para ella no tenían un valor concreto en su corazón, se sintió siempre sola, criando a sus hijos con un marido ausente, que llegaba agotado, sin ánimo de escuchar los cambios, logros y anécdotas de la familia. Se le quedaban atragantadas de tristeza en el pecho las palabras que Marcos interrumpía comentando su cansancio, y el crecimiento económico que implicaba.

Cuando por fin se decidió a terminar su vorágine de trabajo maratónico, se dio cuenta, asombrado, de que sus hijos eran ya hombres, y lo poco que sabía de ellos y sus nietos. En cuanto a Dora, se percató que había dejado pasar la juventud de su esposa, y la propia, sin disfrutar de momentos compartidos, de camaradería, de la tierna frescura que lo enamoró de ella. Se prometió compensar tantas carencias, con el comienzo del nuevo año, y reencontrarse con sus afectos, y recuperar todo el tiempo perdido. Pero antes de la celebración, su corazón falló, y murió con sus proyectos truncados.

Cuando Dora vino a hacer los arreglos para su despedida, me comentó, con voz temblorosa:


-Señor Edgard: usted dirá que estoy loca, pero le juro que anoche me despertó Marcos, llorando silenciosamente al pie de la cama, señalándose el pecho, como si algo le molestara allí. Fue impactante y triste. No sentí temor, pero si una gran impotencia, porque sé que aún muerto está sufriendo, y no sé cómo ayudarlo.

-No creo, Dora que esté loca. Permítame un pequeño lapso de tiempo, y averiguaré cómo podemos solucionar esa aflicción. Al poco de retirarse la viuda, llegó Tristán, mi ayudante, trayendo el cuerpo de Marcos en la ambulancia para prepararlo. No bien lo dispusimos en la camilla, su espectro hizo su aparición.

Triste, lágrimas imparables manaban de unos ojos desconsolados, oscuros como dos cuevas sin fondo. Se señalaba el pecho, y lo golpeaba con angustia. Nos miramos con Tristán, esperando que el pobre espíritu pudiera expresar su aflicción. Se abrió la camisa, y luego el tórax, en donde en vez de haber un corazón, se encontraba un saco de tela percudido, que se arrancó con rabia. La bolsa se abrió contra el suelo, derramando monedas oxidadas, retorcidas. Por esa basura, el pecho de Marcos estaba vacío y desolado.

-Mi querido amigo: no le dejaremos marcharse con esa tristeza. Yo me encargaré de darle el consuelo que necesita para irse en paz.


Le pedí a Tristán que corriera a casa de Dora a pedirle una lista de cosas puntuales que necesitaba, y que le contara mi propósito. Con la atenta mirada compungida del espectro sobre mí, practiqué a su cuerpo una ablación de corazón, muy deteriorado, por cierto. Lo coloqué en un frasco con conservante, y lo ubiqué en la bolsa deslucida con las monedas inservibles acumuladas. Al llegar Tristán, me entregó las cosas que le había solicitado. Fotos familiares, cartitas de los niños, manualidades y artesanías escolares, esquelas amorosas de Dora, pequeños recuerdos de los nietos, pasaron de mis manos al pecho del cuerpo, donde los coloqué reemplazando el desgastado corazón de Marcos, que observaba desde su presencia espectral mis maniobras.

Una sola fotografía, la más hermosa, que retrataba a toda la familia, unida y feliz, la reservé para colocarla en la bolsa, que dejé cerrada. Una luz comenzó a esplender en el pecho del fantasma, que se fue cerrando, una vez completado ese vacío con los símbolos del afecto que no pudo compartir en vida, por haber hecho una elección equivocada con su tiempo y energía.

Marcos dejó de llorar. Una sonrisa de consuelo y bienestar iluminó su rostro. Con un gesto de despedida, se transformó en un haz de luz, que nos atravesó llenando de energía positiva nuestros espíritus, pasó por la bolsa, renovando su tela raída, y estallando en chispas de colores, se esfumó con mansedumbre.


Cumplida la misión de darle paz al pobre hombre, me aboqué a preparar debidamente su despedida, sin asombrarme en absoluto en cómo el rictus crispado de su rostro había sido reemplazado por un semblante sereno y distendido.

En este mundo tan materialista, mis amigos, donde adquirir bienes obsesiona a todos, haciéndonos perder valiosísimos momentos con los afectos, la nueva etapa que se inicia es un muy buen momento para plantearnos prioridades a futuro.

La bolsa que forma parte de mi colección, donde una foto feliz con la familia sanea monedas inútiles, y un corazón colapsado, me lo va a recordar siempre.


Felicidades desde La Morgue.

Vivan bien, tomen decisiones adecuadas. Porque todos terminamos acá…




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