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Edgar, el coleccionista

Pasos furtivos

En una ocasión vino la señora Celeste para pedirme que oficiara el velorio de su cuñado. Su hermana estaba muy conmocionada como para ocuparse del tema, por lo que ella traía la documentación pertinente.


El hombre había perecido por un ataque cardíaco y el cuerpo ya estaba dispuesto para retirarlo.


¿Puedo confiarle un secreto, Don Edgard? Sé que usted tiene… un don especial, e intuyo que sabrá guiarme con algo que me aflige muchísimo.


Por supuesto, Celeste. ¿Qué ocurre?


En la familia hay un problema muy grave. Usted debe saber que Clarita, la hija de mi hermana y Osvaldo, su difunto padrastro, vive desde hace un tiempo conmigo.


"Esto ocurrió a partir de una acusación de la niña hacia el hombre. Decía que se deslizaba a la noche, y la acechaba. Ella escuchaba los pasos furtivos, cómo entre abría su puerta y la espiaba en la semioscuridad. Hasta que una noche intentó directamente atacarla. Usted se imaginará".


"Lo peor es que la tonta de mi hermana no le creyó a mi sobrina. Dijo que era histeria de adolescente. Yo me llevé a Clarita, por su seguridad. No quería dejarla a merced del depravado".


"El tema es que, anoche, justo cuando falleció Osvaldo, Clara estaba acostada y lo escuchó arrastrando los pies. ¡Luego lo vio! ¡Con una cara terrible de maldad! La pobre chica está aterrada.


"Creo que, si pasa otra noche así, se volverá loca. Pese a los ruegos de mi hermana, no va a venir al velorio. Tiene muchísimo miedo".


Ciertamente, muy trágico e inquietante lo que me cuenta, Celeste. Yo me ocuparé de todo. Y, por favor, no venga usted tampoco al velatorio. Quédese con Clarita y hágale compañía. Dígale que solucionaré ese problema.


¡Gracias, señor Edgard, sabía que podía contar con usted!


La mujer se retiró entre lágrimas.


Oficié las exequias del degenerado con el desagrado que me subía como bilis por la garganta, más, al escuchar a la viuda quejarse de su hija, por dejarla sola en ese momento.


Me comporté con todo el profesionalismo que me caracteriza.


Cuando llegó el momento de cerrar el féretro, a solas, con una sierra quirúrgica, y sin demasiados remilgos ni protocolos, le corté los pies a Osvaldo.


Los desnudé de zapatos y medias, los encadené y coloqué en un frasco con conservante, mientras recitaba unas palabras que vibraban de energía.


Sentí que se me erizaba la piel mientras hablaba. Algo estaba ocurriendo.


Al otro día, Celeste confirmó mi percepción.


Me contó que se quedó en la habitación de Clara. Juntas escucharon el furtivo deslizamiento de pasos, y luego vieron al malvado espectro, que las acechaba con un gesto inenarrable.


Ya estaba cerca de ellas, cuando de pronto, la cara del fenómeno se retorció de furia. Un fuego sin calor le inició en los pies, y ascendió por toda su imagen horrenda, chamuscándolo. Lo último que vieron de él fue una mirada que ardía de odio y feroz depravación.


En el lugar del fenómeno, quedó solo un puñado de cenizas, negras, en vez de grises, que estaban heladas.


Celeste las juntó en una bolsa, y Clarita sintió el alivio de que ya nadie la molestaría.


Aun así, decidió quedarse a vivir con su tía.


Tenga las cenizas, señor Edgard. Le juro, que en cuanto apareció Osvaldo, yo sentía su presencia, cuidándonos a las dos.


Estamos muy agradecidas. Aunque no entiendo de estas cosas, sé que usted alejó al monstruo.


Celeste me abrazó, y se retiró en paz.


Yo arrojé las cenizas dentro del frasco con los pies encadenados. Y por extraño que parezca, se encendieron como ascuas, flotando siniestramente, como fuego fatuo, alumbrando en la oscuridad, desde la estantería de mis preciados objetos.


Quiero recalcar la importancia de escuchar a una persona cuando denuncia un abuso.

Sé que, pese a mi consejo, las partes físicas de muchos individuos terminarán formando parte de mi colección.


Los espero, mis amigos, aquí, desde La Morgue, con muchas ganas de reencontrarnos.



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