Los cerdos (basado en hechos reales)
Hola, queridos amigos. Les contaré de un hecho reciente.
Me sorprendió mucho la visita de don Hilario, acompañado del comisario Contreras. Ambos tenían cara de no estar pasando un buen momento. El comisario señaló al granjero para que me contara.
—Señor Edgard: téngame paciencia. Es muy difícil pedirle el favor que necesitamos. Queremos organizar un velatorio… clandestino.
—No le interpreto, Hilario.
—Le contaré la historia completa.
"Como trabajo de sol a sol, no me percaté que varias noches se habían aprovechado de mi profundo sueño para robarme algunas cosas. Cuando me di cuenta, faltaban gallinas, ovejas, bolsas de semillas, herramientas. Hasta decenas de botes de mi producción de miel.
"La máxima osadía fue el robo de un cerdito. No podía comprender cómo lo sacaron de la pocilga, con su celosa madre cerca. En ese punto, y comprendiendo que no pararía la rapiña de la que estaba siendo víctima, llamé al comisario, quien se ofreció para vigilar la granja, y detener a los criminales.
"La noche de los hechos nos quedamos escondidos afuera, esperando. Bien entrada la madrugada, vimos una sombra aproximarse, sigilosa, al chiquero. El comisario le dio la voz de alto. En la oscuridad, nos pareció que el tipo sacaba un arma. Contreras no dudó, y disparó.
"El ladrón cayó con un grito de dolor, pero se levantó intentando huir, con tanta mala suerte, que trastabilló, y rompió el cerco. Los cerdos, enloquecidos por el olor de la sangre, y quizá reconociendo a quien se había llevado al puerquito, se abalanzaron sobre el infeliz, y comenzaron a devorarlo vivo.
"Intentamos detenerlos, pero ya no parecían animales, sino demonios del infierno, don Edgard. Incluso Contreras mató a dos de ellos de un tiro. Eso los enardeció más. Los alaridos de agonía del desgraciado aún resuenan en mis oídos.
"Cuatro cerdos enormes se dieron vuelta, y nos miraron con los perversos ojillos como ascuas, brillando anormalmente en la oscuridad. Nos asustamos. No voy a negarlo. En verdad, fue terror lo que sentimos. Salimos corriendo a buscar refugio, que era lo que parecían querer los puercos: terminar tranquilos su matanza.
"Durante unos minutos eternos siguieron perforando mis oídos los gritos escalofriantes. Esperamos hasta el alba para salir. Nos acercamos con mucha precaución al chiquero. Los cerdos volvían a ser mis habituales animales de siempre. Lo único que hallamos del ladrón fueron unas matas de cabello, pedazos de huesos mordisqueados y una dentadura postiza, con los colmillos dorados.
"Con el comisario nos horrorizamos: reconocíamos esos dientes. El único en el pueblo que había tenido el mal gusto de usarlos era mi amigo de toda la vida, Alberto, hermano menor de Contreras.
"No comprendí qué hacía mi casi hermano del alma robándome. Muy avergonzado, Contreras me confesó que Alberto siempre me había tenido envidia. Que codiciaba mis humildes logros, mi familia, mis posesiones.
"Se comparaba conmigo, sintiéndose un perdedor que no había podido lograr nada. Yo nunca me percaté de ello. Con mucho gusto hubiera compartido mis bienes con él. Mis hijos lo trataban de ´tío´.
"Quedamos de acuerdo con el comisario en guardar el secreto. Yo era el único amigo de Alberto. No lo sabía tampoco. Sólo nosotros dos lo extrañaríamos. Y no queríamos que lo recordaran como un ladrón.
"El tema es que, desde esa noche, tanto al comisario como a mí nos agobian terribles pesadillas, y lo más difícil de contar: ambos hemos visto el alma en pena de Alberto, una figura del purgatorio, destrozado a dentelladas, con la mirada implorante.
"Creemos, don Edgard, que si le damos una despedida cristiana, descansará al fin en paz. Ya conseguimos un cura discreto para el entierro. Falta arreglar el velorio. Sé que usted no es amigo de lo ilegal. Pero, en vista de las circunstancias, no nos queda otra salida que rogárselo.
—Los entiendo, amigos. Cuenten con mi discreción. Díganme cuándo, y lo organizo. ¿Tendrán algún objeto del difunto? Es para colocarlo, simbólicamente, en el féretro.
—¡Gracias, señor Edgar! Mi hermano descansará en paz. No debimos ocultar lo sucedido. Lo que trajimos es un poco desagradable. Son sus… restos.
El comisario me extendió una bolsa con cabello, pocos huesos y la dentadura estrafalaria. Cuando se retiraron, apareció Alberto. Era una visión horrorosa. Un ser escupido por el mismo infierno. Y sufría. De culpa, remordimientos, y la forma cruel en que había abandonado su existencia terrenal.
Apreté contra mi pecho la macabra bolsa. Sentí cómo mis latidos transferían energía positiva al difuso portal ente la vida y la muerte en el que me movía a veces.
—Es tiempo, Alberto. Siempre hay lugar para el perdón. Puedes marcharte. Percibe la redención de tu arrepentimiento, y calma tu dolor.
El espectro mostró un gesto de asombro. Empezaba a captar la luz, que se lo estaba llevando del calvario de la materia. Relajó sus facciones, y se mostró completo, antes de esfumarse en su viaje hacia el descanso.
El pelo, los huesos y la dentadura, cobraron un plateado intenso, que irradia un aura luminosa.
Ya forma parte de mi colección. Terminé ese día invitando a tomar un café amargo y bien cargado a Tristán, mi ayudante, para contarle lo acontecido. Y le dije lo que ahora les cito, amigos: la envidia es un veneno. No existe la ´envidia sana´. Es un sentimiento horrible, que saca nuestro perfil de cerdos, con perdón de los nobles animalitos.
Por cierto, tanto Hilario como el comisario, desde ese día, se volvieron vegetarianos. Los espero, como siempre, en La Morgue con mi colección de historias.
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