LICUADO DE CADÁVER
Con la asistencia de mi amigo Tristán oficiamos el velatorio de Saúl.
El hombre había sido un miembro muy activo en la comunidad del pueblo.
Su comportamiento ejemplar como empresario, filántropo, y excelente padre y esposo, en vez de conseguir respeto y admiración, despertaba horribles envidias y maledicencias.
A sus espaldas, decían que era corrupto, que su bellísima esposa lo engañaba, que sus hijos tenían buenas notas porque él sobornaba a los maestros.
Saúl conocía todos los malos chismes, y lo único que le provocaban eran ataques de risa explosiva.
—¡Pobre gente! ¡Lo único que tienen para ostentar es un montón de mentiras! Lo que no se les puede negar es la creatividad…
Luego de los ataques de risa, se secaba las lágrimas de hilaridad, y levantaba una copa imaginaria, y haciendo la mímica, se la tomaba.
—¡A la salud de los chismosos!
Y luego de su parodia, seguía riendo, sacudiendo la cabeza alegremente. Nunca le afectaron los mezquinos dichos de aquellos que, aun siendo parientes, supuestos amigos, o aliados de negocios, esparcían con malicia.
Saúl se concentró en vivir intensamente, y en bromear todo lo que podía, lo cual también era mal tomado por sus secretos odiadores, que no entendían qué le causaba al hombre tanta gracia…
En el mismo velatorio, me indigné al escuchar repulsivos comentarios cargados de mentiras y repudio hacia el difunto.
Se reunían en rondas cerradas, a pocos metros de los seres queridos del hombre, mancillando su memoria con historias espantosas.
Cuando estaba a punto de intervenir, lo que hubiera sido muy poco profesional de mi parte, una vocecita chillona se escuchó saliendo del féretro, repitiendo:
—¡A tu salud! ¡A tu salud! ¡A tu salud!...
Todo el mundo quedó helado.
Me acerqué al cuerpo, y descubrí en manos de Saúl un payasito de juguete que emitía con un parlante esa letanía.
Escuché también, un sonido de reloj, que me llevó a alejarme cautamente del ataúd.
Por el contrario, los chismosos, alelados, se acercaron en masa, atraídos por la aguda y socarrona grabación del juguete, que terminó su salutación con una risa alocada.
Entonces, ocurrió algo para lo que nadie, yo incluido, estaba preparado.
El contenido del féretro estalló, esparciendo jirones de la carne del difunto en un inmundo puré pringoso ensangrentado, que cayó sobre los maledicentes, bañándolos de esa porquería asquerosa, provocando una vomitona masiva, ya que algunos trozos del cadáver habían caído dentro de las propias bocas de los habladores de mentiras.
Dentro del pandemónium del picadillo del fallecido, la gente enchastrada dando arcadas, se me acercó la viuda, llevándome a un aparte.
—Debo pedirle mil disculpas, señor Edgard. Esto que ocurrió, pasó con mi complicidad. Me haré cargo de resarcirle todo el daño económico que pude haberle ocasionado, y haré un comunicado de prensa para que quede claro que usted no ha tenido nada que ver con la última broma de mi esposo.
Él sabía que le quedaba poco tiempo, y me rogó que colocara los dos artilugios en su cuerpo, cuidándome de que usted se diera cuenta¨: el payasito con la grabación, y el detonante que hizo estallar a Saúl como una bomba. Averiguamos previamente que no implicaba peligro de ninguna índole para nadie. Salvo la impresión…
“Edgard lo va a entender”, me decía. Le tenía a usted un gran cariño.
Quería despedirse burlándose de todos los que hablaron siempre a sus espaldas, convencido de que serían tan hipócritas de ir a su velorio para seguir ensuciando su memoria. Y no se equivocó. Saúl era maravilloso…
—No se preocupe, señora. Yo también apreciaba muchísimo a su esposo. Si bien esta no es la publicidad adecuada para una funeraria seria, debo admitir que la broma estuvo perfecta…
Una vez que la policía, tras mi llamado corroboró la naturaleza de los hechos, y sin presentación de cargos, un equipo de limpieza enviado por la propia viuda juntó los restos más consistentes del cadáver para su posterior entierro.
Cuando se retiraron, y me quedé a solas, apareció el espectro de Saúl, con una sonrisa de oreja a oreja, saludándome efusivamente, antes de ascender hacia la luz, mientras el payasito de juguete, que había quedado relegado a un rincón con la voladura, recomenzaba su cantinela guasona:
—¡A tu salud!...
También sonriendo, despedí a Saúl, y tomé el muñequito para mi colección.
No puedo evitar, al verlo, ponerme de buen humor, recordando las caras horrorizadas de los chismosos bañados en licuado de cadáver, y brindo espiritualmente por la gente que se toma la vida con positividad, sin darle entidad a los malintencionados, que no se lo merecen. A lo sumo, terminan vomitando sus propias palabras llenas de odio, como ocurrió en el particular velatorio de Saúl.
Pueden acercarse a ver mi colección, y brindar también a la salud de la gente buena y franca, que festeja la vida alejada de odios y envidias.
Los espero en La Morgue.
Edgard, el coleccionista
@NMarmor
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