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Edgar, el coleccionista

Las cadenas de la culpa

Jamás me había ocurrido el no disponer de la capacidad operativa como para hacerle frente a mi trabajo de forma prolija. Me comunicaron que se habían procesado en la morgue judicial trece cadáveres, de los que ya disponían los familiares para su despedida. Tenía dos salas habilitadas, y podría acondicionar una tercera, si dividíamos en dos o tres días y doble horario. Los parientes no deseaban los servicios de otras funerarias en pueblos vecinos.


¿Por qué tantos fallecidos? ¿Y todos suicidas? Es una historia muy extraña. Días anteriores, prácticamente todos los habitantes del pueblo recibimos llamadas sin identificar. Eran más o menos así:


¿Estoy hablando con CX ?


Sí. ¿Con quién tengo el gusto?


Eso no importa. Sólo le quiero avisar que sé muy bien lo que ha hecho. Con todo lujo de detalles. Fotos, filmaciones y audios. Si no lo hace público usted mismo, en el plazo de doce horas, me encargaré de que todo el pueblo se entere, y de la peor manera.


Yo, como la mayoría de la gente, lo tomó como una broma de mal gusto, o una llamada equivocada, y corté, Se fue de mi memoria hasta el suceso que tengo entre manos. El caso es que no todos restaron importancia al asunto. Diecisiete personas intentaron matarse. Sólo cuatro se salvaron. Cuando se les interrogó sobre la razón de una decisión tan terrible, confesaron que se quebraron con la amenaza de la llamada.


Un adolescente se desesperó por haberle mentido a sus padres respecto a sus calificaciones del colegio: les había convencido que había terminado sus estudios secundarios, cuando en realidad tenía varias materias pendientes, que impedirían su ingreso universitario. Intentó matarse ingiriendo un fármaco que le provocó una diarrea espantosa, y una alergia horrible.


Un caballero, que hacía años usaba de fachada a una amiga, declarada como novia, para ocultar su condición de gay, intentó colgarse, terminando con una torcedura de cuello y varios moretones, además de lámpara y techo destrozados, para descubrir, con aliviada sorpresa que todos sus familiares y amigos conocían su homosexualidad, y no veían absolutamente nada de malo, pero no querían mencionarlo, ya que él mismo no deseaba comentarlo.


Una secretaria enamorada de un jefe casado, e indiferente con ella, se tiró delante de un coche en una calle de mucha circulación. Había puesto "un amarre" en el café del hombre, y moría de vergüenza de que se supiera su estupidez. Ahora estaba de licencia, con la pierna enyesada, y la convicción de que no se puede conseguir amor por la fuerza.


Un empleado de farmacia, que hurtaba ansiolíticos a los que era adicto, quiso, arrepentido y desesperado por traicionar la confianza de su empleador, al que apreciaba mucho, matarse con ellos. Le lavaron el estómago, y entre su jefe y familia, le brindaron ayuda para salir de su adicción, devenida por una depresión.


Los trece que no se salvaron eran otra clase de historia. Todos dejaron cartas de confesión y disculpas. Gracias a ellas se resolvieron asesinatos. Se descubrió que una partida de remedios oncológicos fue reemplazada por un placebo, que les aplicaban a los pobres enfermos, mientras se vendían por fortunas las drogas que les hubieran salvado del cáncer. Se supo del abuso de varios menores. Por parientes muy cercanos. Incluso, sus propios padres. Fue desbaratada una red de tráfico de órganos: secuestraban gente, generalmente sin techo, jóvenes, que nadie reclamaba ni echaba en falta.


Cayó una secta que prostituía muchachas atrayéndolas con promesas de espiritualidad. Y más cosas terribles. Ya puesto en la organización de los velatorios, con Tristán, mi ayudante, el aire empezó a oler extraño. Parecía el de la baquelita quemada, cuando hay un corto eléctrico. Se nos erizó la piel. De inmediato, trece abominables apariciones, hombres y mujeres, marcados, extrañamente con una cruz de ceniza en la frente, todos con gestos de aflicción indescriptible, se nos presentaron, mostrando sus manos, amarradas con cadenas al rojo vivo.


Reconozco que estaba muy furioso con todas esas almas impuras, y que estuve a punto de expulsarlas con desdén, si no hubiera visto el gesto compasivo de Tristán. Se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cómo se acabaría la injusticia en el mundo si nadie toma la iniciativa de perdonar y mejorar?


Alzamos, con Tristán, nuestras manos, temblorosas las mías, sobre la congregación de suicidas. Captamos las vibraciones de culpa y arrepentimiento. Algunas, realmente desgarradoras. Comenzamos una oración que resonó en la noche como un extraño instrumento de viento, mientras fluctuaban las luces de la oficina.


De pronto, un sonido metálico interrumpió nuestra letanía. Se habían roto las cadenas candentes de los espectros sufrientes, dejando caer un eslabón de cada una de ellas. Las apariciones se llevaron las manos al pecho, en un gesto de alivio resignado, y se fueron esfumando lentamente.


No sé si fueron perdonados, con semejantes pecados a cuestas, pero pudieron abandonar el plano terrenal y el sufrimiento de sus horribles culpas. Recogimos los trece eslabones del suelo, rezando por las personas perjudicadas por los suicidas, y luego las ubicamos en un estante especial de mi colección, para que me recuerden no que no debo perder nunca la capacidad de perdonar, ayudar, y no dejarme ganar por la ira.


Era el momento de poner manos a la obra con el velatorio más grande que había oficiado jamás. Me acosa una duda que quiero develar cuanto antes: ¿quién realizó las llamadas masivas? ¿Es un emisario del bien o del mal? Lo averiguaré en cuanto pueda.


Los saludo, mis amigos, con la reflexión de pedir ayuda cuando algo muy pesado los abrume, o brindarla cuando alguien se encuentre desesperado: los cuatro suicidas que se salvaron de la muerte no hubieran intentado algo tan drástico si hubieran contado con alguien en quien confiar de corazón. Los espero con mis historias en La Morgue.




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