La Chica y el Cuervo, 2a parte
La pareja había llegado a su casa donde tenían una habitación destinada para su nuevo bebé.
En medio del lugar había una cuna de madera clara y peluches de colores, las paredes estaban cubiertas por un papel tapiz con dibujos de caramelos.
En su primera noche ahí, la bebé durmió profundamente, no despertó a sus padres, quienes preocupados por su bienestar, se levantaron varias veces durante la madrugada para confirmar que ella estuviera bien.
En su segunda noche, de la sombra debajo de su cuna salió un monstruo, la sombra se expandió por toda la habitación pintando las paredes de negro. La niña abrió los ojos asustada y vio al monstruo fijamente. Él sonrió y cuando ella estaba a punto de gritar, éste entró rápidamente por su boca, inundando así al bebé de toda su oscuridad.
Los días avanzaban en la casa donde todo era felicidad y colores color pastel. Ambos padres la veían crecer sin imaginar que en su cerebro anidaba un monstruo esperando el momento para volver a salir y dominar todo su mundo.
Todas las noches, justo cuando todas las luces de la casa se apagaban, el monstruo volvía a salir y cubría la habitación. La niña lloraba pero el monstruo no se iba, absorbía sus lágrimas, consumía su tristeza, hasta que se volvía uno con ella de nuevo.
La niña comenzó a cumplir años, a crecer y caminar por su cuenta, tenía su propia voz, su nombre, era ya una persona completa, pero todavía, detrás de sus ojos se escondía ese monstruo que quería salir. Algunas veces, la oscuridad del monstruo era tan densa que hacía que su cabeza se fuera de lado obligándola a sostener su cabeza con ambas manos para evitar mareos.
Al cumplir los 7 años, el monstruo no pudo esperar más, quería tenerlo todo, así que aprovechó un momento en el que la niña estaba distraída y salió desbordado por todo su cuerpo.
Salió en forma de llanto, de gritos, como sangre de sus encías y como sudor que recorría su espalda. El monstruo ocupó un lugar a su lado, la miró de nuevo, fijamente como lo había hecho cuando ella nació y esta vez ella no le tuvo miedo.
La sombra se situó en su espalda, la examinó y susurró unas palabras en su oído.
Hasta el día de hoy nadie sabe qué fue lo que el monstruo le dijo a la niña, sin embrago, a partir de ese momento ella entendió que tampoco pertenece a este mundo.
Desde de esa tarde la chica aprendió que si ponía mucha atención a su reflejo frente al espejo podía descubrir dónde se encontraba la cicatriz de su cuello y así acomodar su cabeza de nuevo en la dirección adecuada. Esta práctica se volvió adictiva, sin embargo, era algo prohibido, si en algún momento salía de su habitación con su verdadera forma, el mundo jamás la aceptaría; así que guardó el secreto, sería un secreto entre ella y su monstruo.
Poco a poco aprendería a ocultar su forma, a esconder al monstruo en lo más profundo de su ser y algunas veces incluso podría hasta olvidarlo; sin embargo él la esperaría siempre, en un lugar oscuro esperando el momento para volver a poseerla y llenar todo su cuerpo con una oscuridad tan poderosa que sus huesos irán cediendo ante su poder y toda ella será todo él.
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