FÚTBOL SANGRIENTO
Marcelo y Adrián habían crecido prácticamente juntos.
Compañeros desde el jardín de infantes, eran inseparables.
Practicaban fútbol en el único club del pueblo.
Ambos soñaban con ser figuras internacionales, y en su adolescencia, ese deseo parecía que podía tener una concreción: se rumoraba que unos caza talentos de la capital se dejarían caer por el club a presenciar las prácticas, y llevarse a los chicos con más perspectivas de proyectarse como estrellas.
Los amigos se sentían en la gloria: ambos eran los mejores del equipo, el dúo ganador, que maravillaba con sus proezas en los humildes partidos entre pueblitos que se hacían con pompas de fiesta.
Como se decía que estos representantes los verían desde la más absoluta reserva, los chicos daban en cada práctica el alma, traducida en jugadas brillantes, que henchían de orgullo al entrenador, y a los padres, de origen humilde, felices de que el estudio y el deporte fueran su cable a tierra, pese a las carencias sufridas.
El problema, como siempre ocurre en todos los estadios de la vida, vino por la parte política.
Los empresarios, habiendo visto la pericia de los muchachos, los señalaron para reclutarlos, pero con una condición. En el club jugaba también el hijo del intendente, Enzo. Solo podían llevarse a dos deportistas, y los intereses económicos que se jugaban de por medio, tenían como requisito que entre los elegidos estuviera Enzo.
Enzo no jugaba nada mal. Era brillante, pero, en comparación con los dos amigos, pasaba a ser un chico promedio.
—No me parece justo. Ni siquiera para ustedes: si entra Enzo, se pierden el increíble potencial de Marcelo o Adrián. Son brillantes.
Además, Enzo puede hacer carrera en cualquier lugar: su padre lo puede ubicar donde quiere. En cambio, para los otros dos muchachos, esta es una oportunidad única en la vida…
—Lo comprendo, entrenador, pero nuestras directivas son muy claras: usted optará por uno de ellos, y Enzo entra sí o sí… Hay mucho dinero de por medio…por no hablar de poder…
Tragando saliva, el hombre lanzó la moneda, y le comunicó a Marcelo que había sido seleccionado junto a Enzo para jugar en la reserva de un importantísimo club de la capital, con una beca de estudios y un contrato y sueldo que administrarían sus padres, dada su condición de menores de edad.
Marcelo, pese a su felicidad, no concebía la elección.
—¿Cómo es que Adrián no fue elegido? ¡Es diez veces mejor que Enzo! —le dijo al entrenador cuando estuvieron a solas.
—Lo sé, muchacho. Pero hay cosas que no dependen de mí. He tenido que elegir al azar entre ustedes dos. Me he visto obligado. Esto no solo te hiere a ti y a tu amigo: mi honor ha sido dañado. Renunciaré y me retiraré no bien te marches. Esta actividad la hacía por gusto, y con esta imposición, he perdido el placer. Me iré también del pueblo. Quiero respirar otros aires…
Cuando Adrián se enteró de lo ocurrido, se quedó helado. Su mirada se endureció, y pidió una reunión con todos sus compañeros, excluyendo a Enzo.
—¿Qué tramas, amigo? Esto está mucho más alto que lo que nosotros podemos hacer…
—Déjalo en mis manos. El mundo no es de los tibios, compañeros. Y estoy cansado de que los políticos manejen la vida de los pobres a su gusto.
Le voy a borrar la sonrisa engreída a Enzo. Ya verás. El punto es si me apoyarás o no…
—Ya sabes que sí.
Nadie supo bien qué se habló durante esa reunión secreta.
La cuestión es que luego de la misma, Enzo desapareció.
Un testigo, que recién abrió la boca treinta años después, describió el último partido, jugado a escondidas, luego de la desaparición de Enzo.
Y ese testigo, fue un compañero de aquella camada de jóvenes jugadores.
Jonás me lo vino a contar, en su peor momento, pues decía que el alma en pena de Enzo lo venía a torturar, y ya el alcohol y las drogas no servían para alejar su fantasma.
Alguien le comentó que yo era experto en ese tema, y eso animó al pobre hombre, un esqueleto viviente, casi sin dientes, vestido con harapos, a arrastrar su miserable humanidad hasta mi funeraria.
—Nos convocó Adrián. Junto a Marcelo, era nuestro líder. Ambos nos decían siempre las mejores estrategias para ganar. Me ayudaban en el colegio. Organizaban rifas y colectas cuando a mi madre se le despertaba el cáncer contra el que luchaba a capa y espada, para conseguir los costosos fármacos que la sacaban adelante. Nadie les dio la espalda. Eran muy queridos y respetados.
Nos juntamos detrás del club, por la noche. Nos contó Adrián la situación injusta. Nos dijo que los millonarios y los políticos nos manejaban la vida, y que eso debía terminar. —Hoy soy yo, chicos. Mañana será alguno de ustedes. Enzo debe salir de esta ecuación. Y nadie debe enterarse jamás de lo que ocurrió.
Quien no se anime, se retira ya. Nadie le dirigirá nunca más la palabra. Pasará a ser un paria en el pueblo. O somos todos para uno, o no somos nada…
Ninguno se atrevió a negarse a participar de la salvajada que propuso Adrián.
Emboscamos a Enzo cuando salía de las prácticas, tapándole la cabeza. Lo desmayamos de un golpe, y lo llevamos en andas hacia un galpón abandonado en las afueras.
Nadie nos vio.
Ya allí, Adrián le sacó la capucha, y mientras recuperaba la conciencia, le metió un trapo sucio en la boca.
Lo tomó por el cabello, y antes de que nadie tuviera oportunidad de decir nada, sacó un cuchillo enorme, y lo degolló ante nuestra horrorizada mirada.
—Esta es la primera forma de demostrarle a los políticos que no son todopoderosos.
Acto seguido, con una fuerza y brutalidad demencial, le cercenó la cabeza, desprendiéndola del cuello.
—Los cerdos se comen cualquier cosa, pero no digieren ni pelos, ni dientes, compañeros.
Ustedes, me acompañarán a tirar el cuerpo al chiquero de los Funes, y tú, Jonás, junto a Marcelo y estos chicos, —dijo señalando a un tembloroso grupo —limpiarán con este bidón de cloro la porquería de sangre. Toda la ropa manchada irá a esta bolsa, para quemarla, luego, y en el saco guardaremos la cabeza.
Se marchó con los elegidos para concretar su horrorosa tarea.
Los que nos quedamos en el galpón cumplimos, llenos de espanto, la terrible misión de limpieza.
Cuando regresaron, tan pálidos que parecían relumbrar entre las penumbras nocturnas, nos dijo:
—Vamos a jugar ahora el partido de la victoria. Como pacto de lealtad. Y para recordar toda la vida que no somos ovejas: somos lobos, y ningún político de mierda nos va a interferir la vida…
Y ese partido, Edgard, fue el peor de nuestras vidas. Por orden de Adrián, el mismo que me había ayudado con total generosidad y bondad, jugamos usando de pelota la cabeza de Enzo.
Creo que ese no era Adrián. Se le había metido el diablo en el cuerpo. Ni siquiera Marcelo, su mejor amigo podía dejar de mirarlo como a un bicho venenoso, pero nadie dijo nada.
Jugamos, pateando la cabeza del hijo del intendente, sin atrevernos a mostrar nuestra aversión. Le teníamos terror a Adrián.
Fue horrible que me eligiera a mí para ocuparme del maltrecho cráneo de Enzo, y deshacerme de él.
—Cuento con tu discreción, Jonás.
Tomé el saco, y corriendo como si no me persiguiera Satanás, me llegué a un pozo de agua abandonado y la tiré allí.
Aún recuerdo como sonó al caer al profundísimo fondo, sintiendo que, de alguna manera, así habíamos caído todos nosotros…
Se oficializó la búsqueda del chico, al que jamás encontraron.
Marcelo y Adrián hoy están retirados de clubes internacionales, con una trayectoria y fama enormes.
El intendente, destrozado, dejó su cargo y se marchó del pueblo.
Todos los del siniestro partido fuimos recibiendo generosas “ayudas” económicas de Adrián, que también donó dinero para obras muy importantes en el pueblo, que beneficiaron enormemente a los más pobres.
Sé de buena fuente que Marcelo, apenas pudo, consiguió un pase para alejarse de su amigo.
Todos intentaron seguir con sus vidas como si no hubiera pasado nada. Algunos, creo yo, hasta consiguieron que sus mentes expulsaran los terribles hechos de esa noche nefasta.
Yo no pude. Soñaba todas las noches con Enzo, que se movía a tropezones hacia mí, sin su cabeza, rogándome que se la devolviera, bañado en sangre, con su voz gemebunda surgiendo de un lugar muy profundo…
Descubrí que el alcohol alejaba esos malos sueños. Al menos por un tiempo. Luego fueron las drogas, y antes de darme cuenta, había caído en la delincuencia para solventar mi vicio, rompiendo el corazón de mis padres, que murieron con el dolor de haber criado un hijo con los mejores valores, y tener que verlo tocar fondo una y otra vez.
He entrado en un programa de desintoxicación, pero no tolero la voz proveniente del más allá que me atormenta en mis sueños.
Usted sabe que Tristán, su ayudante, es mentor y ayudante en el programa de apoyo. Él me contó de su adicción, y que usted le dio una oportunidad, luego de solucionar un inconveniente algo similar al mío, pudiendo rescatar su vida.
Le juro, Edgard, que si no se van los sueños, directamente me mataré…
—Tranquilo, Jonás.
Lo primero es lo primero.
Dime donde tiraste la cabeza. Una vez que la tengamos, haré todo lo posible para liberarte de ese peso. Se nota que estás muy arrepentido de lo ocurrido.
Fuimos con Tristán y el comisario Contreras, extraoficialmente, y rescatamos del pozo, con un equipo de gente discreta, el saco podrido con el cráneo de Enzo.
Ya en la funeraria, no tuve que insistir mucho para que se presentara el espectro sin cabeza que atormentaba a Jonás.
Le impuse mis manos a la espantosa figura cubierta de sangre y mordiscos feroces de los cerdos que habían deglutido su cuerpo degollado, y sentí como una bofetada el dolor y espanto que sufrió el chico, por ese entonces altanero y mimado, que pasó de golpe al horror de un cruento asesinato.
Incluso sus padres habían fallecido buscándolo, sin el alivio de saber de su destino.
Le mostré su cráneo, ya descarnado por el paso del tiempo, y juré que oraría por la paz de su alma.
Le conté que Jonás había sufrido mucho, y era momento de perdonar, aún sin justicia. Había pasado demasiado dolor, y, como casi siempre, solo los inocentes salieron castigados por pecados ajenos…
El espectro alargó las manos hacia la calavera, que se cubrió con una sustancia inmaterial que conformó la cabeza de Enzo, con sus facciones, y la tomó, colocándosela en el cuello.
Ya completo, pese a que el cráneo de hueso seguía en mis manos, me sonrió con tristeza, y con un tímido saludo, ascendió hacia la luz del descanso eterno.
Pude comunicarle a Jonás del hecho, y lo vi llorar de alivio, mientras repetía en una letanía: “¡Dios me perdone, muchas gracias!”, una y otra vez…
Hoy el cráneo está en los estantes de mi colección.
Marcelo y Adrián fueron estrellas de clubes internacionales de alto nivel.
Si investigan un poco, se darán cuenta. Obviamente, cuento con su discreción.
Nadie desea que se repita un partido de fútbol sangriento, jugado con una cabeza humana en vez de un balón… ¿O sí?
Los espero en La Morgue.
@NMarmor
Edgard, el coleccionista
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