El jardín de la enfermera
Elvira creyó enloquecer de dolor cuando se enteró que el cuerpo de su amada hijita, Luna, había desaparecido del hospital, donde la pequeña de seis años pasó internada sus últimos meses de vida, dando batalla a su enfermedad incurable.
La madre venía de hablar conmigo sobre su ceremonia de despedida, con el anhelo de transmutar tanto dolor con un adiós colmado de las cosas significativas que había amado la niñita.
Todo estaba arreglado: había accedido a pintar de rosa la sala velatoria, y ornamentarla como un cuarto infantil. No podía negarle nada a esa madre atravesada por la pena más grande de su vida.
Se revolucionó el pueblo con la desaparición del cuerpecito de Luna.
Se investigó el hospital de punta a punta, y se habló con todo el personal del mismo, con interrogatorios exhaustivos que agotaron tanto a los profesionales y auxiliares, como a los policías intervinientes.
El comisario Contreras, mi entrañable amigo, vino con una corazonada pidiendo mi consejo y ayuda.
— Lo que le voy a contar, Edgard, que quede entre nosotros, pero creo que tengo una pista sobre el paradero de Luna.
Yo hablé con Merceditas, la enfermera más añosa del hospital, conocida por no acceder a jubilarse, y tapar con trabajo la amargura de haber perdido a sus hijitos en su juventud, en un infausto accidente automovilístico.
Merceditas eligió trabajar hasta el agotamiento, para no enfrentarse a su casa solitaria, y sus recuerdos oscuros.
Por su avanzada edad, el sector administrativo que había hecho la vista gorda respecto a su jubilación, ya no pudo evitar encarar el tema, y le dieron una fecha límite para su retiro. Hasta organizaron una fiesta de despedida, con una placa en la que figuraban todos los niños a los que había ayudado en tantos años de labor en el sector pediátrico del nosocomio.
Cuando hablé con ella, Edgard, si bien no me dijo nada relevante ni esclarecedor, vi en su mirada un brillo algo…extraño. Percibí vibraciones que no puedo explicar desde la lógica. Sé que usted me entiende.
Así que, teniendo en cuenta que la mujer atendió innumerables veces a mis hijos en sus enfermedades con un mimo, ternura y dedicación admirables, que dispensaba a todos sus pequeños pacientes, le pedí la deferencia de visitarla esta tarde con un amigo. Le dije que quería hablar más a fondo del tema de la desaparición.
Ella accedió con la sonrisa más triste del mundo, y mirándome fijamente, me dijo:
— Por supuesto, mi querido comisario. Usted y su amigo serán más que bienvenidos. Creo que encontrará las respuestas, y la madre, el consuelo.
No sé con qué me voy a encontrar allí, Edgard, pero Merceditas no parecía muy…cuerda.
— No se diga más, Contreras. Vamos ahora a su casa.
Cuando llegamos, la vieja enfermera nos estaba esperando. Una primorosa tetera humeaba sobre un coqueto mantel en la mesita de su salón, y las tazas estaban dispuestas junto a una fuente con masas.
— Bienvenidos. Usted no me conoce, señor Edgard, pero su padre me asistió cuando perdí a mi familia. Fue muy discreto y amable.
Bríndenme el gusto de tomar conmigo el té, y luego hablaremos de lo que nos convoca aquí.
Tomamos, hablando de cosas neutras, la merienda, saboreando la bebida caliente, como a sabiendas de que luego nos veríamos con algo muy oscuro.
— Muchas gracias, caballeros, por acompañarme. Estoy siempre sola. Ha sido un placer tener con quien conversar.
Ahora, les voy a pedir que me acompañen hasta mi jardín trasero, por favor.
Mientras marchábamos tras la dama, esta comentó:
He consagrado mi vida a ayudar a los niños. Muchos parten: es ley de Dios. Pero al saber que ya no lo podría hacer más, por mi jubilación, el perder a Luna, esa niñita tan dulce, me destrozó.
Mi existencia perdió sentido, y decidí probar con ella un ritual milenario que me contó mi bisabuelo, siendo yo muy chica. Él era habitante originario, y tenía una gran sabiduría.
Así que hice lo que ustedes verán, cuando abra la puerta.
Al trasponer el umbral, vimos sobresalir de la tierra piernitas, brazos, torso y cabeza, semienterradas, como horrendas plantas siniestras. Eran las partes del cuerpito de luna.
El comisario reprimió un grito, y su palidez hablaba por sí misma.
— ¿Qué sentido tiene esto, Merceditas? — pregunté con calma.
— El bisabuelo me contó que si se hacía el ritual con una persona de alma pura, sus miembros enraizarían en la tierra, transformándose, poco a poco en árboles. Ellos, con el tiempo, darían el fruto más dulce del mundo, y quién lo probara, sanaría de todos los padeceres del alma.
Mi intención era brindarle ese fruto a Elvira, para que no sufriera todo lo que sufrí yo al perder a mis niñitos…
— Ha sido muy noble esa acción, Elvira, pero, como debe imaginarse, no está permitido obrar de esta forma…
— Lo sé, Edgard. Usted debe sentir que el espíritu de la criaturita está descansando en paz. No temo por lo que me ocurra a mí. Solo quise regalarle a su madre la felicidad que yo no pude tener jamás.
El comisario, temblando, mientras hablábamos, llamó a sus agentes.
Merceditas fue trasladada a una clínica psiquiátrica, donde la visitamos muy a menudo con el comisario.
Una vez que se terminaron las pericias forenses, me tocó rearmar el cuerpito de Luna para su velatorio. Mi trabajo, humildad de lado, fue una obra maestra. El rostro de la niña no podía expresar mayor paz y bonanza.
Me tomé varios atrevimientos. El primero fue contarle a Elvira lo que realmente pasó con el cadáver de su hija. Contra toda lógica, los miembros desenterrados habían desarrollado unos extraños cilios carnosos semejantes a raíces, y no mostraban el más mínimo signo de descomposición, pese a los días transcurridos desde su fallecimiento.
Elvira, conmovida, lloró asintiendo. Me dijo que estaba convencida de que Luna descansaba en paz, y que visitaría a Merceditas para agradecerle, en cuanto terminaran las ceremonias fúnebres.
El velatorio fue uno de los más conmovedores, tristes y bellos que me tocó organizar.
Volviendo a mis atrevimientos, debo hacer una confesión. Al armar el cuerpo de la pequeña, dejé una parte sin completarlo.
El corazón de Luna, enterrado al igual que las demás piezas, había desarrollado unas larguísimas raíces.
Ahora está en una maceta de plata, en los estantes de mi colección.
Le han crecido pimpollos. En cuanto florezcan, mi querido ayudante, Tristán, se los hará llegar en un ramo a Elvira.
Estoy seguro de que las flores no se marchitarán, y su visión y aroma le darán un enorme consuelo a la mamá de Luna, que, aunque descansa con la paz eterna, de algún modo, vela por el amor que dejó en este sufrido plano terrenal.
Me encantaría que me visitaran en La Morgue.
Los espero para contarles mis historias, y mostrarles mi particular colección…
@NMarmor
Edgard, el coleccionista
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