El dedo acusador
Hola, amigos.
Quiero contarles sobre el poder sanador del arte.
Recuerdo a la señora X, una viuda maltratada durante décadas por su esposo.
Me sorprendió verla sumamente atormentada, en pleno velatorio, aún con la partida de su torturador.
Se animó a contarme lo que le ocurría.
—¡Es espantoso, Edgar! ¡Su imagen me persigue en todo momento! ¡Mientras yace en su féretro, él me señala con su dedo acusador! ¡Me hace responsable de todas sus faltas y errores! Siempre me acosó así. Me está mirando, con una horrible cara de ira, y su dedo me apunta…
Las lágrimas escapaban de sus aterrados ojos.
—La voy a ayudar. Retírese a descansar. Ya casi es hora de cerrar el ataúd. Me ocuparé.
—¡Usted es muy bueno, pero ese monstruo no me dejará en paz!
—Confíe en mí…
Cuando quedé a solas con el difunto, busqué mi sierra. Le cercené la mano, desde la muñeca.
La preparé con los conservantes adecuados. La monté en un pequeño pedestal, con su pose acusadora.
Sobre el dedo, clavé finísimos clavos largos, hasta que quedó como un erizo metálico.
—Cada clavo representa las culpas con que afliges a tu esposa. ¡Sólo te pertenecen a ti, engendro del mal! ¡Llévatelas a la tumba, y no te atrevas a volver!
Me vino a ver la señora X, al día siguiente.
—¡Gracias, señor Edgar! No sé lo que hizo, pero lo logró…
Estaba el horrible espectro de mi marido sobre mí, señalándome, cuando de pronto, el asombro apareció en su semblante colérico, para observar, estupefacto, que su mano había desaparecido.
Emitió un quejido infrahumano, y se evaporó en una niebla. ¡Estoy en paz!
Nos despedimos. No le conté mi método. Ella está liberada. Y yo tengo una pieza muy singular para mi especial colección.
El arte sana, mis amigos.
Hasta la próxima.
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