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EL CADÁVER FUGITIVO

Marta y Alberto eran una pareja madura que basaba su relación en la discordia.

Sus hijos ya no querían visitarlos, para no tener que moderar sus constantes peleas.

Pese a que se querían, habían entrado en un círculo vicioso de disputas sin sentido.

Alberto, un día que vio a Marta particularmente tranquila, tomó unas tijeras, y se puso a recortar las fotos antiguas que ella coleccionaba, diciendo que eran basura para viejas oxidadas, y que traerían ratas a la casa.

Furiosa, con otras tijeras, Marta cortó en pedacitos las preciadas revistas de deporte de Alberto.

Era ya una costumbre para ellos esa clase de prácticas

Entre la lluvia de improperios, insultos, amenazas y cosas sin sentido, hubo un diálogo que fue el desencadenante de los hechos que acontecieron más adelante.

--¡Qué feliz que voy a estar el día que te mueras, viejo retorcido! ¡En vez de un velatorio, haré una fiesta, y me emborracharé con el champán más costoso, miserable!

--¡Jamás te voy a dar el gusto de enterrarme! ¡Recuérdalo bien: nunca, bajo ninguna circunstancia, dispondrás de mi cadáver!

--¿Vez que ya estás senil, hablando incoherencias?

--¡Ya quisieras tú eso, bruja!

Y así siguieron en una infructuosa lucha de frases hirientes, hasta que se cansaron, y se fueron a acostar.

Es muy contradictorio, pero no podían dormir si no se daban la mano, y, a veces, el sueño los sorprendía abrazados. Nadie sabía por qué, ni cuándo comenzó esa dinámica de discusiones absurdas.

Un día, en el medio de esas trifulcas, Alberto sufrió un ataque al corazón.

Desesperada, Marta lo auxilió y llamó a emergencias, pero cuando llegó la ambulancia, los médicos constataron el deceso.

Luego de recibir el certificado de defunción, los doctores la ayudaron a contactarme, para preparar la ceremonia fúnebre, y llamaron a los hijos, para que la acompañaran en el difícil momento.

--¿Por qué tienes tantas tijeras en la cocina, mamá?

-- Es que cuando peleábamos con tu padre, casi siempre cortábamos las posesiones del otro…

--¡Qué vergüenza, mamá! ¿Nunca se cansaban de hacer esas tonterías?

El hijo se arrepintió de su comentario al ver a Marta sacudida por un llanto desgarrador´

--Perdona, viejita. No me hagas caso. Todos estamos choqueados…

El cuerpo de Alberto yacía en la cama matrimonial.

Marta, y sus hijos, María Luz y Federico, se instalaron en la cocina, tomando té, a la espera de la ambulancia que retiraría el cuerpo y lo traería hasta la funeraria.

De eso se encargaba Tristán, mi querido colaborador.

Cuando llegó, y se presentó, Federico lo acompañó hasta el dormitorio.

Al abrir la puerta, se dieron con la sorpresa de que el cadáver no estaba.

Nadie cabía en sí mismo de la confusión.

Tristán propuso llamar a la policía.

Cuando llegaron las fuerzas, nadie entendía nada: no existía manera de que alguien hubiera entrado y robado el cuerpo sin pasar por el interior de la vivienda.

Un agente miró una ventana, pero el tamaño de la misma parecía muy pequeño como para que una persona hubiera manipulado el cadáver y lograra extraerlo sin hacer ruido.

De todos modos, revisó el exterior de la casa, sin resolver el enigma.

Marta dejó asentada la denuncia, y el pueblo entero quedó pasmado con el caso.

A la semana, una mujer que salió al patio a colgar la ropa, tiró horrorizada el fuentón plástico, y salió gritando de espanto, al encontrar bajo su limonero el cuerpo de Alberto, con visibles síntomas de descomposición.

Llamó, cuando consiguió calmarse, a la policía, pero cuando llegaron los efectivos, el cadáver ya no estaba.

Marta, enterada del percance, no hallaba explicación, como nadie en el pueblo, del extraño fenómeno.

Unos días después, Alberto, o lo que iba quedando de él, apareció en una plaza, espantando a madres y niños por igual.

Nuevamente acudió la policía en vano, ya que cuando llegaron, solo quedaba un halo de olor a podrido, pero ni trazos del cuerpo.

Para ese entonces, la angustia de Marta la había dejado de cama, y los hijos se turnaban para cuidarla.

Luego de una tercera aparición del cadáver, frente a un muy concurrido bar, una embolia terminó con la vida de Marta.

Una vez constatada la muerte de la pobre mujer, los hijos repitieron la llamada a nuestra funeraria, y Tristán acudió con la ambulancia para llevarla.

Grande fue la sorpresa de los hijos, y Tristán, al ver que junto a Marta, yacía el ya casi irreconocible cuerpo de Alberto.

Como dato curioso, los dos estaban tomados de la mano.

Se anotició a la policía, que archivó el caso, y Tristán me llamó para ayudarlo, explicándome lo ocurrido.

No bien llegué, con el equipo apropiado para retirar un cuerpo en descomposición avanzada, María Luz me extendió las siete tijeras de las disputas que daban vuelta por la vivienda.

--Por favor, señor Edgard, llévese esto. Me enfermo de solo verlas: se destruían cosas con ellas cuando peleaban…

--Lo lamento mucho…

Y así fue que oficié el doble velatorio. El féretro de Alberto, bien cerrado.

No tuve la necesidad de interceder por la paz de las amas de los difuntos: ambos se elevaron hacia la luz, sonriéndose, y tomados de la mano.

Fue un velorio muy concurrido, por el enigma que traía consigo.

Jamás sabremos lo que ocurrió en realidad, pero tengo la certeza de que Alberto ganó la última pelea con Marta, cuando le dijo que jamás le daría el gusto de enterrarlo…

Tengo las siete tijeras en los estantes de mi colección, y a medida que pasan los días, se ponen más y más brillantes, como bruñidas en plata.

No es posible entender los motivos por los que algunas parejas eligen los caminos más difíciles para transitar la convivencia.

Si tienen una teoría al respecto, acérquense a La Morgue: me la cuentan, y de paso, disfrutan de todos los objetos y sus historias.

Los espero.


Edgard, el coleccionista

@NMarmor



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