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Cadáver de la Morgue

Ahora nosotros vivimos aquí

Autor: Andrés Diaz.



Después de tanto tiempo, por fin llegué a casa. Por poco no recordaba el camino, anduve kilómetros con las ropas manchadas de tierra y sangre seca, con el viento colándose entre mi carne. Crucé toda la ciudad, había nuevos hoteles y plazas lujosas en el Centro. Poco a poco me fui saliendo hacia las orillas, atravesando los cinturones de barrios pobres, cada uno más jodido que el anterior, hasta que pude ver la calle de siempre. Casi no había luz, tal como en aquel entonces... Pero la colonia se puso mucho más fea que antes.


Mientras anduve lejos imaginé que, después de todos esos años, apartado de casa y de mi familia, iba a hallar el barrio arreglado, más bonito, con calles pavimentadas. Pero ya vi que no fue así, que pasó justo al contrario: parece que acá los recolectores vienen a dejar la basura del mundo. Hoy más que nunca, el barrio es un vertedero. Los perros ladran al verme pasar y me siento como un extraño. Un extraño en mi propia tierra, ¡pero qué chingadera! En la puerta había un coche que no conocía y no vi las bicis de mis hijos. Las enredaderas de la pared se miraban todas trozadas y la bugambilia del camellón estaba seca, nomás quedaron las ramas pelonas.


Cuando toqué nadie quiso abrirme. Eran como las ocho, casi todo estaba a oscuras. Ya nadie abre a estas horas, pensé. Me asomé por la ventana y adentro se miraba el fulgor de una tele chiquita. Toqué de nuevo. Después de mucho insistir alguien fue a abrir la puerta: salió un señor muy bajito, cubierto en una camiseta percudida que alguna vez debió ser blanca. Traía aliento a cerveza. Encendió el foquito de la marquesina para verme mejor y puso cara de espanto. ¿Qué quiere?, preguntó asustado. ¿Quién es usted y qué hace en mi casa?, le dije. Esta no es su casa- replicó, ¿por qué viene usted así, todo cubierto de tierra?

Lo miré serio.

Yo vivo aquí señor, esta es mi casa. Él me miraba aterrado, le dio pavor verme tan deshecho.

¿Por qué está en mi casa, señor? ,insistí, ¿Quién carajos es usted?

No dijo nada. La mano le temblaba, se aferraba a la puerta como para sostenerse. Todo él se puso muy rígido, y al cabo de un rato preguntó, casi tartamudeando ¿Es usted Mauricio?, ¿Mauricio Herrera?

-Sí, señor, ese mero.

Por poco se iba de espaldas.

-Joven, muchacho Mauricio... que pena decirle esto. Usted está muerto, murió hace diez años, me explicó, entre afligido y acobardado. Esta ya no es su casa, ahora nosotros vivimos aquí.

¿Que estoy muerto? Sí, sí, eso ya lo sé. Vengo desde una fosa a orillas de Celaya porque por fin unos perros me desenterraron. El señor parecía fuera de sí. ¿Pero a qué vino, joven? Esta ya no es su casa. Me enojé. Ya le dije que yo vivo aquí. No, joven, usted ya no pertenece acá... mejor se hubiera quedado allá en su tumba o agarrado rumbo al panteón de... ¿Pero cuál pinche tumba?, lo interrumpí, ¿y usted quién se cree que es pa’ decirle a los muertos a dónde tenemos que ir?, ¿eh? ¿Cómo se llama, señor? Pedro, me llamo Pedro, respondió con pena y terror. Mire joven, en verdad me da mucha tristeza pero usted ya no puede entrar, esta ya no es su casa. Su señora y sus hijos ya hace años que se fueron, creo que los amenazaron o se cansaron porque la policía lo dejó de buscar... Ellos no buscan a nadie. Por eso mi mujer y yo nos hicimos de la casa, es nuestra por ley.

Me reí en su cara y le respondí desdeñoso: La ley es pa’ los vivos, señor, y hágale como quiera, yo aquí me quedo porque yo aquí vivo. Lo empujé y me crucé por la sala, llena de muebles desvencijados y la niebla del cigarro que fumaba la señora, desnuda del torso, cubierta solo con un brasier gigantesco, con la panza asomando sobre la falda. Ella y el marido se apartaron de mí con horror. Cuando dejaron el campo libre fui y me recosté en el sillón porque venía cansado. Dentro hacía mucho calor, el ventilador daba vueltas y vueltas en el techo pero nomás no refrescaba. Con todo y todo, sin duda era más fresco que las entrañas de la tierra seca...

 

Y me quedé. De eso ya hace casi un mes. No podía irme tan fácil, no después de haber caminado hasta acá desde esa pinche fosa. A ver quién se sale primero, les dije. Quién sabe cuánto más aguanten mirar mi cara sin ojos, la sangre seca y los gusanos que todavía me brotan de la boca al hablar. Ellos me huyen. Sé que no van a durar mucho: les da náuseas cómo huelo, hasta empezaron a fumar más pero el humo del cigarro no se compara con mi perfumito de muerte, ese aroma que me acompaña junto con las moscas.


¡Sálgase ya, por favor!, todavía suplican, solo a veces, aunque eso sí, más fatigados. Díganme a dónde puedo ir a buscar a mi familia, díganme y me voy. Ellos se alzan de hombros. No sé, joven, repone el señor, le juro que no lo sé, ¡márchese ya!, ¡déjenos en paz, por favor! Ambos se enojan, la mujer llora frustrada. Cruzo los brazos y me quedo recostado en el sillón, con los huesos asomando entre la carne podrida.


Me tienen harto miedo, hasta me amenazaron con traerme un cura, un sacerdote, disque pa’ que bendiga la casa y me saque de aquí. ¿Y ese a dónde me puede mandar?, pregunté burlón cuando me dijeron, si ya comprobé que no hay ningún cielo. ¿Por qué creen que aún sigo vagando por aquí? Me miran, miran al suelo. No dicen nada.


Y todo este tiempo, después de todos esos años bajo la tierra, jamás dejé de pensar en mi esposa y mis hijos. Pero ¡qué chingadera…! Por fin haber salido de la fosa, venir hasta acá, llegar a casa ¡y todo para no encontrarlos! Ahora las dudas me atormentan, no me dejan dormir. ¿A dónde se habrán ido?, pienso angustiado, ¿Qué será de mi mujer y mis niños? Y así me paso las noches en vela, preguntándome una y otra vez dónde estarán.




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