Distopía. Traer vida a un mundo de muertos
Al principio el dolor me hizo pensar en que ya estaba enferma. Me decidí a ocultarlo para alejarme de ella. No quería herirla, no quería que pasara por lo mismo que yo estaba pasando, pero luego el dolor se convirtió en agonía y ya no pude ocultarlo.
Marisa me miró primero, como si sospechara ya algo, yo me enjugué la frente y continué caminando.
—No es necesario que me sigas —le dije.
Estaba muy cansada; había explicado que iría por provisiones yo sola, que quería hacerme la valiente, que necesitaba un momento a solas, pero Marisa nunca fue mujer sumisa, que siguiera órdenes, las seguía solo de sus superiores, nunca de un inferior. Marisa era una mujer dura y terca, muy terca.
—¿Estás enferma?
Volví a enjugarme la frente. Era claro que lo estaba, pero no tenía los síntomas. No me estaba transformando. Solo tenía mucho dolor. Era un dolor insoportable.
—No sé lo que tengo.
Ya estaba llorando para ese momento. Marisa se acercó a mí porque tropecé y por poco caigo al suelo. Nunca me había sucedido eso, nuestro entrenamiento era lo suficientemente duro como para que un simple tropiezo sea motivo de vergüenza.
Ya no podía caminar, el dolor en el vientre se sentía como si me estuvieran apuñalando por dentro.
—¡Qué demonios tienes! —Me dijo Marisa, más bien me gritó.
Tuvo que cargarme. El único lugar seguro era una casa frente a nosotras. Ella miró por todos lados y me recargó sobre el muro del patio para poder ir a revisar que no hubiera transformados dentro de la casa. Escuché golpes, luego el ruido de alguien caer al suelo. Marisa apareció por el otro lado del patio y me ayudó a entrar, tenía la chaqueta llena de sangre que no era la suya. El olor de adentro, a muerte, a polvo y suciedad, a algo que se descomponía poco a poco, me hizo volver el estómago.
Marisa me ayudó con el cabello, después de un año el pelo ya lo tenía al hombro. Ella no, Marisa se cortaba el cabello sola con una máquina para recortar la barba, la encontró en alguna casa donde se metió a robar comida.
Decidí que debía caminar lejos del cuerpo, de la sangre y de mi vómito. Tenía que haber alguna cama, o algún baño. Algo.
—Necesito agua.
—Iré a ver si hay aquí —me comentó.
Subí casi arrastrándome, si ella no me detuvo fue porque ya había revisado que no hubiera transformados en el segundo piso. Miré en derredor por si fuera necesario, luego me tumbé en una cama. El polvo salió en forma de nube tóxica y tosí tanto que el dolor del vientre se me intensificó.
—¡Oh, Dios! Voy a morir —grité.
Tan pronto como lo dije sentí una tibieza húmeda en las piernas. Me miré y había sangre. ¡Estaba sangrando!
—¡Marisa! —grité desesperada.
—¡Qué! —me gritó de regreso.
Se quedó congelada cuando vio la sangre, me quitó los pantalones y ahí fue donde nos dimos cuenta las dos de lo que estaba sucediendo. El dolor que sentí eran contracciones.
—Pero qué…
—¡Maldito hijo de puta! —grité dolorida y furiosa. Aquella noche, la vez que todo el mundo se fue al carajo mi equipo me abandonó, solo uno de mis súbditos se quedó a ayudarme. Ya estaba viendo su tipo de ayuda, me desmayé y él aprovechó el momento.
Pero ya era tarde para cualquier otra cosa que no fuera pujar y ayudar a mi bebé a salir al horrible mundo que le esperaba.
No sé cuánto tiempo tardamos, cuando llegó, Marisa lo cargó en los brazos para cortar el cordón umbilical. Me anunció que era una niña. Estaba despierta, sus ojitos estaban abiertos, la miraba, pero no gesticulaba ni lloraba.
—¿Está bien? —pregunté, la voz la tenía bastante afectada debido a que grité mucho.
—Parece que sí.
—No la escucho.
—Ya le limpié las vías respiratorias, está bien. Pero no llora.
—¿No está enferma?
—Está bien, Julie, no te preocupes. Ahora eres mamá.
La realidad me golpeó en la cara. Tenía una hija ahora.
—No quiero que me digas nada sobre ese hombre.
—Ya lo sé —comentó, estaba intentando bañar a mi hija en el lavabo—. Nunca creí que tú y él…
—¡No fue así!
—Ya.
—No te he sido infiel con nadie, él me violó —comenté llorando.
Pero no lloraba por el pasado, sino por mi presente, porque traía a una niña a un mundo moribundo. ¿Cómo iba a protegerla si difícilmente podía protegerme yo?
—Los sobrevivientes nos matarán —dijo Marisa. Tenía razón. A la mínima oportunidad nos matarían y matarían a mi hija.
—No lo permitiré, Marisa. Mataré a cualquier hijo de puta que se acerque a nosotras, lo juro por mi hija.
—Julie —Marisa me miró con una ternura que jamás le había visto, se acercó con la niña en sus brazos, envuelta en una toalla que parecía estar limpia—. Creo que tu hija…
—Nuestra, ¿no?
Parpadeó asombrada antes de contestar.
—Ahh… nuestra… creo que ella… tiene algo, más bien… no sé.
Miré la carita de mi hija, era hermosa, sus ojitos eran claros. La niña me miró, permitió que la cargara sin protestar, hasta ese momento no había llorado.
—Creo que es autista.
—¡Dios mío! —murmuré con voz ahogada—. Si tienes razón, no podrá sobrevivir. Tiene que aprender a asesinar, tiene que aprender a buscar comida y a defenderse de los sobrevivientes.
Los trasformados eran fáciles de matar, solo deambulaban sin mirar, si te mordía uno entonces sí, te transformabas también. Los sobrevivientes eran gente como nosotros que tenían que defender su propia vida.
—Deberíamos abandonarla.
El dolor que sentí al escuchar esas palabras fue más severo que el mismo parto. Abracé a mi hija, ella se apegó a mi pecho para buscar alimentarse. Hice lo que nunca creí que haría, de manera instintiva amamanté a la bebé.
—Deberías abandonarnos a ambas —le dije.
—No tiene caso, de todas maneras vamos a morir.
Marisa tenía razón. Íbamos a morir, tarde o temprano, ya fuera la enfermedad o los sobrevivientes. O un accidente o la falta de comida. No había motivo para vivir, pero podíamos intentarlo.
—Muy bien, muere con nosotras.
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